Page 57 - Tito - El martirio de los judíos
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Capítulo 9




                ME di cuenta, durante los días siguientes, que Vespasiano se creía la
                profecía de Josefo ben Matías y soñaba con convertirse en el emperador
                de toda la humanidad.


                Las predicciones de Josefo lo habían metamorfoseado, al igual que a su
                esposa Cenis. En Cesarea, entraron en el palacio de Agripa y de su
                hermana Berenice como si fueran soberanos visitando al rey y a la reina
                de un pequeño reino aliado.


                Había conocido a Vespasiano cuando era un general con alma de
                campesino. Seguía siendo igual de silencioso y prudente, aunque ahora
                como un felino al acecho. La liberta Cenis se comportaba ya como
                emperatriz, despectiva con Berenice, cuya belleza deslumbraba a
                quienes se acercaban a ella.


                En cuanto a Tito, la seguía paso a paso, como si hubiese quedado
                hechizado por esa silueta cuyos velos azules o rosas, raras veces
                blancos, dejaban que se adivinaran las caderas anchas, la estrecha
                cintura, los pechos redondos. Para el romano, como era yo, tenía el
                atractivo de las mujeres orientales de muslos fuertes entre los cuales
                apetece perderse.

                Sabía que Tito tenía los mismos deseos, pero Berenice estaba jugando
                con él, esquivándolo cuando él acercaba las manos para asirla, y no se
                atrevía a apoderarse de ella como hace un soldado con las mujeres de
                un pueblo vencido.

                Yo me perdía en el palacio de Cesarea, a la zaga de Mara, una de las
                doncellas de Berenice, cuya juventud y perfil me recordaban a Leda, la
                hija de Yohana ben Zacarías.

                Mara se extrañó al oírme pronunciar una vez ese nombre. Me explicó
                que Berenice había viajado en varias ocasiones a Alejandría. Allí se
                había visto con el prefecto Tiberio Alejandro y con ese Ben Zacarías, el
                judío más rico de Egipto.

                Así, la Fortuna iba tejiendo a mi alrededor unos hilos que yo esperaba,
                sin saber cuándo ni cómo, poder apretar algún día en mis manos como
                quien agarra la nuca de una mujer mientras la está poseyendo.

                A menudo me sentía molesto en las grandes salas del palacio, al
                tumbarme junto a las mesas de los banquetes que ofrecían el rey Agripa
                y la reina Berenice.







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