Page 43 - Tito - El martirio de los judíos
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Miré a Vespasiano. Inclinado hacia el soldado, su rostro surcado de
                arrugas profundas estaba todavía más contraído que de costumbre. Se
                frotaba lentamente las gruesas manos que habían empuñado la espada y
                golpeado desde la adolescencia.


                Pronunció unas palabras, que adiviné más que oí.

                Vi al soldado enderezarse, con el rostro radiante, y salir corriendo hacia
                las murallas haciendo grandes gestos a los que los legionarios
                respondieron alzando sus armas y gritando.


                Cumplieron las órdenes de Vespasiano.

                Forzaron las puertas de las casas, degollaron a todos los hombres, sólo
                dejaron vivir a los niños muy pequeños y a las mujeres.

                Las más jóvenes fueron violadas; algunas, para librarse de la
                soldadesca, corrieron hasta las murallas y se arrojaron a los fosos.


                Oí morir a hombres y mujeres.


                Y recordé la petición de clemencia de la reina Berenice, así como las
                palabras de rebeldía de Lea., la hija de Yohana ben Zacarías.


                La primera no podía impedir las masacres, y las segundas sólo
                conducían a la muerte.

                Pues nada podía detener a los soldados de Roma.


                Prendieron fuego a la ciudad de Gabara y reconocí el olor a carne
                quemada que ya había advertido cuando vi las llamas devorar a los
                cristianos amontonados en las hogueras o clavados en la cruz. Ese olor
                insípido y nauseabundo se extendió por todos los campos circundantes.


                Los legionarios incendiaron las huertas, las cosechas, las aldeas.
                Mataban a todos los hombres y conducían a las mujeres y niños hacia
                ese cercado en el que se iban amontonando los supervivientes de
                Gabara destinados a la esclavitud.


                Eso era la guerra: la sangre vertida, la muerte o la servidumbre, las
                casas incendiadas, el frenesí de matar y de saquear.




















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