Page 42 - Tito - El martirio de los judíos
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ese Josefo ben Matías que, en otros tiempos, había visitado Roma y cuya
                autoridad sobre su pueblo era grande, su derrota conllevaría la
                rendición de todos los insurrectos.


                Así pues, avanzamos hacia Jotapata, descubriendo la ciudad en el último
                momento, y, de repente, cuando nos disponíamos a exigir a sus
                habitantes que nos abrieran las puertas, unos judíos emboscados en los
                alrededores nos atacaron con determinación y coraje.


                Y nosotros, ciudadanos de Roma, soldados del emperador de la
                humanidad, fuimos repelidos, obligados al cuerpo a cuerpo y luego a la
                retirada.


                Flavio Vespasiano, Tito, los tribunos, los legados, los centuriones, los
                legionarios, todos ellos habían creído que la campaña resultaría
                sencilla, que los judíos se arrodillarían en espera de que decidiéramos si
                debíamos degollarlos o lanzarlos a la arena para que se matasen entre
                sí, echarlos a las fieras o venderlos como esclavos. ¿Cómo no iban a
                querer una revancha implacable?

                Vi a las legiones instalar a la carrera y con saña su campamento en
                Galilea, a los soldados allanar el terreno en un día y una noche, cavar
                los fosos que iban a delimitar el perímetro del campamento, luego alzar
                los muros, edificar las torres, ubicar entre ellas las máquinas de guerra
                y por fin levantar las tiendas entre las calles que dividían el campo,
                situar el emplazamiento del foro, así como el barrio de los artesanos.


                Vi ese hormiguero disciplinado y laborioso acudir a las concentraciones
                cuando resonaban las llamadas de trompetas. Todo soldado quería
                vengarse del fracaso ante Jotapata, deseaba que empezara la auténtica
                guerra para matar ya y hacerse con el botín.


                Yo notaba la impaciencia de esos hombres, veía su alegría cuando
                Vespasiano, y luego Tito, los legados, los tribunos, los centuriones les
                daban por fin órdenes.


                Y yo mismo me sentí invadido por ese ardor guerrero.

                Grité de entusiasmo cuando los soldados de la legión XV se apoderaron
                en el primer asalto de Gabara, una pequeña ciudad en el camino de
                Jotapata.


                Uno de los vencedores, cubierto de polvo y sangre, se presentó ante
                Flavio Vespasiano y Tito, que lo felicitaron.


                El hombre estaba jadeando. Explicó que los combatientes judíos habían
                conseguido huir, que las calles de la ciudad estaban desiertas, pero que
                sus habitantes debían de haberse refugiado en los sótanos de esas casas
                bajas, edificadas sobre la roca, apretujadas unas contra otras.







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