Page 40 - Tito - El martirio de los judíos
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Capítulo 5




                ME acerqué a Tito, que permanecía inmóvil frente a Berenice. Tenía los
                brazos caídos y me fijé en sus anchas manos con dedos separados, como
                si se dispusiera a agarrar a Berenice por la cintura o los hombros.


                Le rocé la muñeca.

                El estrado se había ido vaciando. Tribunos y legados, prefectos y
                centuriones se habían reincorporado a las legiones, centurias y cohortes
                que empezaban a ponerse en movimiento. Iban a atravesar Ptolemais,
                entrar en Galilea, poner rumbo hacia Jotapata y Gabara, las primeras
                ciudades, y luego hacia Tiberíades, al borde del lago, en el reino de
                Agripa y de Berenice.

                La reina seguía cruzada de brazos, fingiendo no haberse fijado en Tito,
                aunque éste estuviera tan cerca de ella que sus cuerpos, sus rostros,
                parecían tocarse.


                En una esquina del estrado vi, rodeada por su séquito, a la liberta Cenis,
                esposa de Vespasiano, observando a Tito y a Berenice.


                Volví a rozar la mano de Tito con la punta de mis dedos para ponerlo
                sobre aviso. La infantería ligera auxiliar y los arqueros del cuerpo de
                exploradores estaban desfilando ante la tribuna, abriendo la marcha;
                luego venían los legionarios romanos, con sus armas pesadas, seguidos
                por los jinetes, los infantes y por fin las tropas de élite que precedían y
                encuadraban al general Flavio Vespasiano y a su estado mayor.

                Por delante de aquel gran despliegue de hombres y caballos, en el que
                refulgían las armaduras doradas, desfilaban mulos cargados con las
                piezas desmontables de las máquinas de guerra, arietes y batistas,
                catapultas y escorpiones. Y nuevamente jinetes e infantes de élite, en
                medio de los cuales ya debía haber ocupado su puesto el legado Tito.


                No se movía. No oía las trompetas, los timbales, los tambores que
                marcaban el paso, ni el clamor de las tropas que, al iniciar la marcha,
                alzaban sus armas gritando.

                Tito sólo parecía ver a Berenice, arrimado a ella como si quisiese captar
                el ruido de su respiración. Sin embargo, la reina, con la cabeza algo
                ladeada, no lo miraba, sino que mantenía los ojos en el horizonte.

                Pero por un instante pareció fijarse en mí, aunque su mirada me rehuyó
                de inmediato y no pude volver a cruzarla. Tuve la impresión de que
                irradiaba desde el centro de sus ojos un reflejo verde-azulado rodeado
                de un iris negro.



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