Page 38 - Tito - El martirio de los judíos
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¿Qué judío —ya fuera el rey Agripa, ya la reina Berenice— podía estar
                seguro de que no iba a ser humillado, vencido, convertido en esclavo,
                cuando no asesinado, a la vez que todo su pueblo?

                Durante los días siguientes, mientras caminaba por la ciudad,
                atropellado por la soldadesca, notaba sus ganas de saquear, de matar.
                Se estremecían de deseo.

                Vespasiano los reunió a todos una mañana a lo largo de la orilla de la
                playa. Formaban una espesa línea negra hecha de cuero y de metal. El
                brillo de las armas, de los cascos y de las corazas deslumbraba. Daba la
                impresión de que ese ejército de sesenta mil hombres acababa de surgir
                de las profundidades del mar, y de que refulgía bajo el sol aún
                empapado de agua.

                Me encontraba cerca de Vespasiano y de Tito, sobre el estrado que
                había mandado levantar ante el mar, mirando de frente a las tropas. La
                reina Berenice se hallaba a pocos pasos de mí y nada podía impedirme
                observarla.

                Miraba al frente, hacia el horizonte, y parecía ignorar a las tropas que
                tenía delante, a los oficiales que la rodeaban. Tenía los brazos cruzados,
                anchas pulseras ciñéndole las muñecas, así como anillos en cada uno de
                sus largos dedos, que rebasaban el velo blanco que llevaba aquella
                mañana y destacaba su tez mate.


                Así permaneció, inmóvil, durante el tiempo en que los soldados
                estuvieron lanzando sus gritos de guerra, saludando a Flavio Vespasiano
                y a Tito cuando dieron un paso adelante sobre el estrado, para así
                destacar, y anunciaron que salían de Ptolemais para entrar en Galilea y
                conquistar todas las ciudades, empezando por Jotapata, la más
                fortificada, así como todas las villas y pueblos, para destruirlos si
                ofrecían resistencia y saquear los campos. El botín sería inmenso y se
                repartiría equitativamente, así como los prisioneros. ¡Cada soldado
                tendría su parte de grano, de oro, de hombres y de mujeres!


                Redoblaron los gritos y las tropas auxiliares rugieron con mayor fuerza
                que los legionarios, como si pretendieran que se olvidara que eran
                oriundos de aquel país, de ese mismo pueblo que iban a entregar al
                ejército romano, para quien ejercían de acosadores, como perros
                feroces en espera de su carnaza.

                Los soldados levantaron su brazo derecho, con la palma abierta.
                Prestaron otros tantos juramentos.


                Los de vencer, saquear y matar.

                Volví nuevamente a pensar en Leda, la hija de Yohana ben Zacarías.








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