Page 26 - Tito - El martirio de los judíos
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Capítulo 3




                REPETÍ las palabras de Tito a Ben Zacarías, uno de los judíos más
                afectos a Roma, de los más influyentes y respetados de Alejandría. Era
                un hombre alto, delgado, de rizado cabello negro, cuyo rostro de piel
                mate estaba cubierto por un vello fino y grisáceo.

                Me miró a los ojos, sonrió y me dijo con tono cansino:


                —¡En estos tiempos los judíos envejecemos pronto, y a muchos de los
                nuestros ni siquiera les da tiempo a envejecer!

                Seguíamos en el vestíbulo de su morada, un palacete situado no lejos de
                la sinagoga y rodeado de palmeras, de macizos de laureles y de flores.


                Me había sorprendido la belleza del lugar, la calma del vasto jardín
                donde se mezclaban el canto de los pájaros y el de numerosas fuentes.


                Ben Zacarías había acudido a recibirme, y me sorprendió su distinción,
                la lentitud de sus gestos, la tristeza que le velaba la mirada.

                Se inclinó y me invitó a entrar en su morada. Las paredes estaban
                cubiertas de mármol, cuya blancura quedaba acentuada por columnas
                rosas y negras.

                Había pocos muebles en el vestíbulo y en las distintas habitaciones que
                crucé, y me topé aquí y allá con siluetas de sirvientes que se escabullían
                furtivamente.


                Dijo que se alegraba de verme. Sabía que había sido alumno y
                confidente, amigo de Séneca, y aunque no compartía la filosofía tan
                desesperada de mi maestro, estimaba y hasta admiraba el valor del
                hombre que se había atrevido a optar por un modo de pensar que lo
                privaba de esperanza.

                Se detuvo y se volvió hacia mí.


                —Supo morir con valor y dignidad —añadió. Pareció vacilar, pero
                prosiguió con la misma voz tranquila:

                —Di al legado Tito que también los judíos saben morir con nobleza.


                En aquel momento tuve la sensación de que mi visita iba a resultar
                inútil. La guerra no acabaría hasta que las legiones hubiesen matado a
                todos los judíos en edad de luchar y destruido todas las ciudades de
                Judea y de Galilea. Ésa era, por lo demás, la opinión de Tiberio





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