Page 28 - Tito - El martirio de los judíos
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tenga que enfrentarse a diez legiones nuestras. Y no teme morir, pues
                cree en la inmortalidad del alma.

                Puede que fuera esa creencia en un más allá lo que me acercaba tanto a
                los judíos, lo que me hacía escuchar con cierta repugnancia al centurión
                Paro, al que Tiberio Alejandro había encomendado que me guiara por la
                ciudad hasta la morada de Ben Zacarías.

                Paro escupía cada vez que pronunciaba aquel nombre.


                —¡Ése se nos ha escapado! —dijo—. Hemos matado a miles de ellos,
                pero ese Zacarías estaba protegido…

                Se encogió de hombros, dando a entender que el propio Tiberio
                Alejandro había ordenado colocar un cordón de tropas alrededor del
                palacio y de los negocios de Ben Zacarías para evitar que fueran
                saqueados.

                —Casi a diario veo cómo desembarcan de sus naves oro, marfil, carey,
                especias, perlas, piedras preciosas y sedas procedentes de los confines
                del mundo, de más allá del Indo — prosiguió Paro—. Pero quienes
                intentaron apoderarse de ellos fueron decapitados por orden del
                prefecto Tiberio Alejandro, y Ben Zacarías sigue mirándonos con
                arrogancia. Los judíos nos desprecian. Roban niños para beber su
                sangre. ¡Habría que expulsarlos de Alejandría y de todas las ciudades
                del Imperio, esclavizarlos y enviarlos a lo más profundo de las minas, ya
                que tanto les gusta el oro!


                Se detuvo a escasos pasos de la entrada del jardín de Yohana ben
                Zacarías.


                —Es más rico que el prefecto de Alejandría. ¿Y quién es? ¡Un
                descendiente de leprosos, de esa raza corroída por el mal a la que los
                faraones expulsaron de Egipto porque corrompe todo lo que toca!

                Al oír esas palabras, tuve la impresión de que me estaban acorralando,
                de que me estaban obligando a meter la cabeza en una cloaca.

                Me alejé del centurión Paro. Era de esos hombres proclives a
                convertirse en verdugos, de esos a quienes yo había visto crucificar a
                los discípulos de Cristo, en Roma. Esos mismos que habían flagelado y
                crucificado a Cristo.

                Iban a ajusticiar al pueblo judío hasta que la tierra de Judea y de Galilea
                quedara empapada de sangre.


                Entré en el jardín de Yohana ben Zacarías con esas consideraciones en
                mente.


                Tras haber cruzado varias habitaciones, Ben Zacarías me invitó a
                sentarme a la sombra de los árboles de un jardín interior en cuyo centro



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