Page 21 - Tito - El martirio de los judíos
P. 21

Allí destacó junto a su padre, Flavio Vespasiano. Cuando regresó a
                Roma, su afición a las perversiones parecía haber aumentado. Se decía
                que ordenaba llamar todas las noches a jóvenes de ambos sexos a
                quienes imponía, al igual que el emperador, unos acoplamientos
                extraños, mezclando su cuerpo con los de ellos.


                ¿Ése era el hombre a quien yo debía servir?

                Se acercó a mí con las piernas separadas para mantener el equilibrio y
                agarró y mantuvo apretadas un buen rato mis muñecas, gritando, para
                dominar el zumbido del viento, que lo alegraba y enorgullecía tener a su
                lado a un filósofo para enfrentarse a un pueblo que se las daba de sabio.
                El balanceo nos hizo chocar el uno contra el otro.


                —Fuiste amigo de Séneca —me murmuró con el cuerpo pegado al mío.

                Justo cuando nos apartamos, sin soltar aún mis muñecas, añadió con
                sorna:


                —¡Sigues vivo! ¡Los dioses están contigo, Sereno! Eso es un buen
                presagio para nuestra guerra contra los judíos.

                Me observó fijamente y yo bajé la mirada, sintiéndome culpable de
                haber sobrevivido a mi maestro Séneca, temiendo ser sospechoso de
                haberlo conseguido traicionándolo, convirtiéndome así en uno de los
                delatores de Nerón.


                Pero no contesté a Tito.


                La intensidad de su mirada, su sonrisa, su belleza me turbaban y
                preocupaban. Presentía que las usaba a modo de sutil veneno, seguro de
                su seducción.


                Tenía un rostro regular y enérgico, y a pesar de ello rebosante de una
                gracia casi femenina. Los pequeños rizos de su negro cabello bordeaban
                su amplia frente. Aunque anchos y ovalados, sus hundidos ojos
                parecían, con la piel mate, más azules de lo que eran.


                Nos adentramos en alta mar y los remos a menudo batían en el aire
                debido a la altura de las olas de blancas y afiladas crestas. Luego, tras
                unos instantes durante los cuales daba la impresión de permanecer
                inmóvil, el trirreme volvía a caer, quedando el puente y hasta la
                plataforma barridos por la espuma y el agua invadiendo la
                embarcación, de la que brotaban los gritos de los aterrados remeros,
                ninguno de los cuales habría sobrevivido a un naufragio.


                Agarrado a la balaustrada, Tito recibía el viento de frente echando el
                cuerpo hacia adelante. Así se parecía a su padre, Flavio Vespasiano,
                quien me recordó, cuando me presenté ante él para incorporarme a su
                estado mayor, un viejo y retorcido árbol de cortas ramas pero que




                                                                                                     21/221
   16   17   18   19   20   21   22   23   24   25   26