Page 139 - Aldous Huxley
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                  ayudaba, pero que también él podía morir si los ayudaba, cuando (¡alabado sea Ford!)
                  hizo  irrupción  la  policía  con  las máscaras puestas, que les prestaban el aspecto
                  estrafalario de unos cerdos de ojos saltones.


                  Bernard corrió a su encuentro, agitando los brazos; aquello era actuar, hacer algo. Gritó
                  ¡Socorro!  varias veces, cada vez más fuerte, como para hacerse la ilusión de que
                  ayudaba en algo:


                  -¡Socorro, socorro, socorro!

                  Los policías lo apartaron de su paso y se lanzaron a su tarea. Tres agentes, que llevaban
                  sendos aparatos pulverizadores en la espalda, empezaron a esparcir vapores de soma por
                  los aires. Otros dos se afanaron en torno del Aparato de Música Sintética portátil. Otros
                  cuatro, armados con sendas pistolas de agua cargadas con un poderoso anestésico, se
                  habían abierto paso entre la multitud, y derribaban metódicamente, a jeringazos, a los
                  luchadores más encarnizados.

                  -¡Rápido, rápido! -chillaba Bernard-. ¡Les matarán si no se dan prisa! Les... !Oh!


                  Irritado por sus chillidos, uno de los policías le lanzó un disparo de su pistola de agua.
                  Bernard permaneció unos segundos tambaleándose sobre  unas  piernas  que  parecían
                  haber perdido los huesos, los tendones y los músculos para convertirse en  simples
                  columnas de gelatina y al fin agua pura, y se desplomó en el suelo como un fardo.

                  Súbitamente, del aparato de Música Sintética surgió una Voz que empezó a hablar. La
                  Voz de la Razón, la Voz de los Buenos Sentimientos. El rollo de pista sonora soltaba su
                  Discurso Sintético Anti-Algazaras número 2 (segundo grado). Desde lo más profundo
                  de  un corazón no existente, la Voz clamaba: ¡Amigos míos, amigos míos!, tan
                  patéticamente, con tal entonación de tierno reproche que, detrás  de  sus  máscaras
                  antigás, hasta, a los policías se les llenaron de lágrimas los ojos.

                  -¿Qué significa eso? -proseguía la Voz-. ¿Por qué no sois felices y no sois buenos los
                  unos para con los otros, todos juntos? Felices y buenos -repetía la Voz-. En paz, en paz.


                  -Tembló, descendió hasta convertirse en un susurro y expiró momentáneamente-. ¡Oh,
                  cuánto  deseo  veros  felices! -empezó de nuevo, con ardor-. ¡Cómo deseo que seáis
                  buenos! Por favor, sed buenos y...


                  Dos minutos después, la Voz y el vapor de soma habían producido su efecto. Con los
                  ojos  anegados  en  lágrimas,  los Deltas se besaban y abrazaban mutuamente, media
                  docena de mellizos en un solo abrazo. Hasta Helmholtz y el Salvaje estaban a punto de
                  llorar. De la Administración llegó una nueva carga de cajitas de soma; a toda prisa se
                  procedió a repartirlas, y al son de las bendiciones cariñosas, abaritonadas, de la Voz, los
                  mellizos se dispersaron, berreando, como si el corazón fuera a hacérseles pedazos.


                  -Adiós,  adiós,  mis queridísimos amigos. ¡Ford os salve! Adiós, adiós, mis
                  queridísimos...


                  Cuando el último Delta hubo salido, el policía desconectó el aparato, y la Voz angélica
                  enmudeció.
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