Page 166 - Aldous Huxley
P. 166

166






                  El Salvaje rechinó los dientes. Esta vez el látigo cayó sobre sus propios hombros.

                  -¡Mátala! ¡Mátala!


                  Arrastrados por la fascinación del horror que produce el  espectáculo  del  dolor,  e
                  impelidos  íntimamente  por el hábito de cooperación, por el deseo de unanimidad y
                  comunión  que  su  condicionamiento  había hecho arraigar en ellos, los curiosos
                  empezaron a imitar el frenesí de los gestos del Salvaje, golpeándose unos a otros cada
                  vez  que  éste  azotaba su propia carne rebelde o aquella regordeta encarnación de la
                  torpeza carnal que se retorcía sobre la maleza, a sus pies.


                  -¡Mátala, mátala, mátala! -seguía gritando el Salvaje.

                  Después, de pronto, alguien empezó a cantar: Orgía-Porfía, y  al  cabo  de  un  instante
                  todos repetían el estribillo y, cantando, habían empezado a bailar. Orgía-Porfía, vueltas
                  y más vueltas, pegándose unos a otros al compás de seis por ocho. Orgía-Porfía...

                  Era más de medianoche cuando el último helicóptero despegó. Obnubilado por el soma,
                  y agotado por el prolongado frenesí de sensualidad, el Salvaje yacía durmiendo sobre
                  los brezos. El sol estaba muy alto cuando - despertó. Permaneció echado un momento,
                  parpadeando a la luz, como un mochuelo, sin comprender; después,  de  pronto,  lo
                  recordó todo.


                  Se cubrió los ojos con una mano.

                  Aquella tarde el enjambre de helicópteros que llegó zumbando a través de Hog's Back
                  formaba una densa nube de diez kilómetros de longitud.

                  -¡Salvaje! -llamaron los primeros en llegar-. ¡Mr. Salvajel


                  No hubo respuesta.

                  La puerta del faro estaba abierta. La empujaron y penetraron en la  penumbra  del
                  interior. A través de un arco que se abría en el otro extremo de la estancia podían ver el
                  arranque de la escalera que conducía a las plantas superiores. Exactamente bajo la clave
                  del arco se balanceaban unos pies.

                  -¡Mr. Salvaje!

                  Lentamente, muy lentamente, como dos agujas de brújula, los  pies  giraban  hacia  la
                  derecha: Norte, Nordeste, Este, Sudeste, Sur, Sudsudoeste; después se detuvieron, y, al
                  cabo de pocos segundos, giraron, con idéntica calma, hacia la izquierda: Sudsudoeste,
                  Sur, Sudeste, Este...




                                                           Fin
   161   162   163   164   165   166