Page 163 - Aldous Huxley
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golpes, los gruñidos y las palabras furiosas que iban grabándose en la pista sonora del
film; probó el efecto de una ligera amplificación (así, decididamente, resultaba mejor);
le encantó oír, en un breve momento de pausa, el agudo canto de una alondra; deseó que
el Salvaje se volviera para poder tomar un buen primer plano de la sangre en su
espalda... y casi inmediatamente (¡vaya suerte!) el complaciente muchacho se volvió, y
el fotógrafo pudo tomar a la perfección la vista que deseaba.
¡Bueno, ha sido estupendo! -se dijo, cuando todo hubo acabado-. ¡De primera calidad!
Se secó el rostro empapado en sudor. Cuando en los estudios le hubiesen añadido los
efectos táctiles, resultaría una película perfecta. Casi tan buena, pensó Darwin
Bonaparte, como La vida amorosa del cachalote. ¡Lo cual, por Ford, no era poco decir!
Doce días más tarde, El Salvaje de Surrey se había estrenado ya y podía verse, oírse y
palparse en todos los palacios de sensorama de primera categoría de la Europa
occidental.
El efecto del film de Darwin Bonaparte fue inmediato y enorme. La tarde que siguió a la
noche del estreno, la rústica soledad de John fue interrumpida bruscamente por la
llegada de un vasto enjambre de helicópteros.
John estaba cavando en su huerto; y cavando también en su propia mente, revolviendo
la sustancia de sus pensamientos. La muerte... E hincaba su azada una y otra vez... Y
todos nuestros ayeres han iluminado para los necios el camino hacia la polvorienta
muerte. Un trueno convincente rugía a través de estas palabras. John levantó una palada
de tierra. ¿Por qué había muerto Linda? ¿Por qué la había dejado perder
progresivamente su condición humana, y al fin ... ? El Salvaje sintió un escalofrío... Y al
fin se había convertido en... una buena carroña para besar ... Apoyó el pie en el borde de
la pala y la hincó profundamente en el suelo. Somos para los dioses como moscas en
manos de chiquillos caprichosos; nos matan como en un juego. Otro trueno; palabras
que por sí mismas se proclamaban verdaderas; más verdaderas, en cierto modo, que la
misma verdad. Y, sin embargo, el mismo Gloucester los había llamado dioses
eternamente amables. Además, el mejor de los descansos es el sueño; y tú a menudo lo
buscas; sin embargo, temes torpemente la muerte, que es la misma cosa.
Lo que había sido un zumbido por encima de su cabeza convirtióse en un rugido; y, de
pronto, John se encontró a la sombra. Algo se había interpuesto entre el sol y él.
Sobresaltado, levantó los ojos de su tarea y de sus pensamientos; levantó los ojos como
deslumbrado, con la mente vagando todavía por aquel otro mundo de palabras más
verdaderas que la misma verdad, concentrada todavía en las inmensidades de la muerte
y la divinidad; levantó los ojos y vio, encima de él, muy cerca, el enjambre de aparatos
voladores. Llegaron como una plaga de langostas, permanecieron suspendidos en el aire
y, al fin, se posaron sobre los brezales, a su alrededor. De los vientres de aquellas
langostas gigantescas surgían hombres con pantalones blancos de franela de viscosa, y
mujeres (porque hacía calor) en pijama de shantung de acetato, o pantalones cortos de
velvetón y blusas sin mangas, muy escotadas... Una pareja de cada aparato. En pocos
minutos había docenas de ellos, de pie, formando un espacioso círculo alrededor del
faro mirando, riendo, disparando sus cámaras fotográficas, arrojándole (como a un
mono) cacahuetes, paquetes de goma de mascar de hormona sexual, galletitas
panglandulares. Y constantemente -porque ahora la corriente de tráfico fluía incesante