Page 162 - Aldous Huxley
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cabina; se oyó un agudo gemido, y el aparato ascendió como un cohete con toda la
rapidez que el motor logró imprimirle. Los demás, desde aquel momento, mantuvieron
respetuosamente las distancias. Sin hacer caso de su molesto zumbido (el Salvaje se
veía a sí mismo como uno de los pretendientes de la Doncella de Mátsaki, tenaz y
resistente entre los alados insectos), el Salvaje trabajaba en su futuro huerto. Al cabo de
un tiempo los insectos, por lo visto, se cansaron, y se alejaron volando; durante unas
horas, el cielo, sobre su cabeza, permaneció desierto, y, excepto por las alondras,
silencioso.
Hacía un calor asfixiante, y había aires de tormenta. John se había pasado la mañana
cavando y ahora descansaba tendido en el suelo. De pronto, el recuerdo de Lenina se
transformó en una presencia real, desnuda y tangible, que le decía: ¡Cariño! y
¡Abrázame!, con sólo las medias y los zapatos puestos, perfumada... ¡Impúdica zorra!
Pero... ioh, oh ... ! Sus brazos en torno de su cuello, los senos erguidos, sus labios... La
eternidad estaba en nuestros labios y en nuestros ojos. Lenina... ¡No, no, no, no! El
Salvaje saltó sobre sus pies, y, desnudo como iba, salió corriendo de la casa. Junto al
límite donde empezaban los brezales crecían unas matas de enebro espinoso. John se
arrojó a las matas, y estrechó, en lugar del sedoso cuerpo de sus deseos, una brazada de
espinas verdes. Agudas, con un millar de puntas, lo pincharon cruelmente. John se
esforzó por pensar en la pobre Linda, sin palabra ni aliento, estrujándose las manos, y en
el terror indecible que aparecía en sus ojos. La pobre Linda, que había jurado no olvidar.
Pero la presencia de Lenina seguía acosándole. Lenina, a quien había jurado olvidar.
Aun en medio de las heridas y los pinchazos de las agujas de los enebros, su carne
recalcitrante seguía consciente de ella, inevitablemente real. Cariño, cariño... si también
tú me deseabas, ¿por qué no lo decías?
El látigo estaba colgado de un clavo, detrás de la puerta, siempre a mano ante la posible
llegada de periodistas. En un acceso de furor, el Salvaje volvió corriendo a la casa, lo
cogió y lo levantó en el aire. Las cuerdas de nudos mordieron su carne.
-¡Zorra! ¡Zorra! -gritaba, a cada latigazo, como si fuese a Lenina (¡y con qué frecuencia,
aun sin saberlo, deseaba que lo fuera!), blanca, cálida, perfumada, infame, a quien así
azotaba-. ¡Zorra! -Y después, con voz de desesperación-: ¡Oh, Linda, perdóname!
¡Perdóname, Dios mío! Soy malo. Soy pérfido. Soy... ¡No, no, zorra, zorra!
Desde su escondrijo cuidadosamente construido en el bosque, a trescientos metros de
distancia, Darwin Bonaparte, el fotógrafo de caza mayor más experto de la Sociedad
Productora de Films para los sensoramas, había observado todos los movimientos del
Salvaje. La paciencia y la habilidad habían obtenido su recompensa. Darwin Bonaparte
se había pasado tres días sentado en el interior del tronco de un roble artificial, tres
noches reptando sobre el vientre a través de los brezos, ocultando micrófonos en las
matas de aliaga, enterrando cables en la blanda arena gris. Setenta y dos horas de
suprema incomodidad. Pero ahora había llegado el gran momento, el más grande desde
que había tomado las espeluznantes vistas estereoscópicas de la boda de unos gorilas.
Espléndido -se dijo, cuando el Salvaje empezó su número-. ¡Espléndido!
Mantuvo sus cámaras telescópicas cuidadosamente enfocadas, como pegadas con cola a
su móvil objetivo; les aplicó un telescopio más potente para captar un primer plano del
rostro frenético y contorsionado (¡admirable!); filmó unos instantes a cámara lenta (un
efecto cómico exquisito, se prometió a sí mismo)-, y, entretanto, escuchó con deleite los