Page 164 - Aldous Huxley
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por encima de Hog's Back- su número iba en aumento. Como en una pesadilla, las
docenas se convirtieron en veintenas, y las veintenas en centenares.
El Salvaje se había retirado buscando cobijo, y ahora, en la actitud de un animal
acorralado, permanecía de pie, de espaldas al muro del faro, mirando aquellas caras con
expresión de mudo horror como un hombre que hubiese perdido el juicio.
El impacto en su mejilla de un paquete de chicle bien dirigido lo sacó de su estupor para
devolverle a la realidad. Un dolor agudo, y despertó del todo, en una explosión de ira.
-¡Fuera! -gritó.
El mono había hablado; estallaron risas. -¡Viva el buen Salvaje! ¡Viva! ¡Viva!
Y entre aquella babel de gritos, John oyó: -¡El látigo, el látigo, el látigo!
Obedeciendo a la sugestión de la palabra, John descolgó el atajo de cuerdas de nudos de
su clavo, detrás de la puerta, y lo agitó, como amenazando a sus verdugos.
Brotó un clamor de irónico entusiasmo.
John avanzó amenazadoramente hacia ellos. Una mujer chilló asustada. La línea de
mirones osciló en el punto amenazado más inmediatamente, pero recobró la rigidez y
aguantó firme. La conciencia de contar con la superioridad numérica prestaba a aquellos
mirones un valor que el Salvaje no se había supuesto.
-¿Por qué no me dejáis en paz?
En su ira había un leve matiz quejumbroso.
-¿Quieres unas almendras saladas al magnesio? -dijo el hombre que, caso de que el
Salvaje siguiera avanzando, había de ser el primero en ser atacado. Y agitó una bolsita-.
Son estupendas, ¿sabes? -agregó, con una sonrisa propiciatoria y algo nerviosa-. Y las
sales de magnesio te mantendrán joven.
-¿Qué queréis de mí? -preguntó, volviéndose de un rostro sonriente a otro-. ¿Qué
queréis de mí?
-¡El látigo! -contestó un centenar de voces, confusamente-. Haz el número del látigo.
Queremos ver el número del látigo.
Entonces un grupo situado a un extremo de la línea empezó a gritar al unísono y
rítmicamente:
-¡El lá-ti-go! ¡El lá-ti-go! ¡El lá-ti-go!
-¡El lá-ti-go! ¡El lá-ti-go!
Gritaban todos a la vez; y, embriagados por el ruido, por la unanimidad, por la
sensación de comunión rítmica, daban la impresión de que hubiesen podido seguir