Page 159 - Aldous Huxley
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                  -No, no quiero almidón sintético ni sucedáneo de harina de desperdicios de algodón -
                  había insistido-. Aunque sean muy nutritivos.

                  En cuanto a las galletas panglandulares y el sucedáneo vitaminizado de buey, no había
                  podido resistir a las dotes persuasivas del tendero. Ahora, mirando las latas que tenía en
                  su  poder,  se  reprochaba  amargamente su debilidad. ¡Odiosos productos de la
                  civilización! Decidió que jamás los comería, aunque se muriera de hambre. Les daré
                  una lección, pensó vengativamente. Y de paso se la daría a sí mismo.

                  John contó su dinero. Esperaba que lo poco que le quedaba le bastaría para pasar el
                  invierno. Cuando llegara la primavera, su huerto produciría lo suficiente para permitirle
                  vivir con independencia del mundo exterior. Entretanto, siempre quedaba el recurso de
                  la  caza.  Había  visto  muchos conejos, y en las lagunas había aves acuáticas.
                  Inmediatamente se puso a construir un arco y las correspondientes flechas.


                  Cerca  del  faro  crecían fresnos, y para las varas de las flechas no faltaban avellanos
                  llenos de serpollos rectos y hermosos. Empezó por batir un fresno joven, cortó un trozo
                  de tronco liso, sin ramas, de casi dos metros de longitud, lo despojó de la corteza, y,
                  capa por capa, fue quitándole la madera blanca, tal como le había enseñado a hacer el
                  viejo  Mitsima,  hasta  que  obtuvo  una  vara de su misma altura, rígida y gruesa en el
                  centro, ágil y flexible en los ahusados extremos. Aquel trabajo le produjo un placer muy
                  intenso. Tras aquellas semanas de ocio en Londres, durante las cuales, cuando deseaba
                  algo, le bastaba pulsar un botón o girar una manija, fue para él una delicia hacer algo
                  que exigía habilidad y paciencia.

                  Casi había terminado de dar forma al arco cuando se dio cuenta, con un sobresalto, de
                  que estaba cantando. ¡Cantando! Fue como si, tropezando consigo mismo desde fuera,
                  se hubiese descubierto de pronto en flagrante delito. Se sonrojó, abochornado. Al fin y
                  al cabo, no había ido allá para cantar y divertirse, sino para escapar al contagio de la
                  vida  civilizada,  para  purificarse y mejorarse, para enmendarse de una manera activa.
                  Comprendió, decepcionado, que, absorto en la confección de su arco, había olvidado lo
                  que se había jurado a sí mismo recordar siempre: la pobre Linda,  su  propia  asesina
                  violencia para con ella, los odiosos mellizos que pululaban como gusanos alrededor de
                  su lecho de muerte, profanando con su sola presencia, no sólo el dolor y el
                  remordimiento del propio John, sino a los mismos dioses. Había jurado recordar, había
                  jurado reparar incesantemente. Y allá estaba, trabajando en su arco, y cantando, así, tal
                  como suena, cantando... Entró en el faro, abrió el bote de mostaza y puso a hervir agua
                  en el fuego.

                  Media  hora  después,  tres  campesinos Delta-Menos de uno de los Grupos de
                  Bakonovsky de Puttenham se dirigían en camión hacia Elstead, y,. desde lo alto de la
                  colina,  quedaron  asombrados  al  ver a un joven de pie en el exterior del faro
                  abandonado, desnudo hasta la cintura y azotándose a sí mismo con un látigo de cuerdas
                  de nudos. La espalda del joven aparecía cruzada horizontalmente por rayas escarlata, y
                  entre  surco  y surco discurrían hilillos de sangre. El conductor del camión detuvo el
                  vehículo a un lado de la carretera, y, junto con sus dos compañeros, se quedó mirando
                  boquiabierto aquel espectáculo extraordinario. Uno, dos, tres... Contaron los  azotes.
                  Después del octavo latigazo, el joven interrumpió su castigo, corrió hasta el borde del
                  bosque y allá vomitó violentamente. Luego volvió a coger el látigo y siguió azotándose:
                  nueve, diez, once, doce...
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