Page 158 - Aldous Huxley
P. 158
158
purificaciones más completas y totales. Pasó su primera noche en el eremitorio sin
conciliar el sueño, a propósito. Permaneció horas enteras rezando, ora al Cielo al que el
culpable Claudio había pedido perdón, ora a Awonawilona, en zuñí, ora a Jesús y
Poukong, ora a su propio animal guardián, el águila. De vez en cuando abría los brazos
en cruz, y los mantenía así largo rato, soportando un dolor que gradualmente aumentaba
hasta convertirse en una agonía trémula y atormentadora; los mantenía así, en
crucifixión voluntaria, mientras con los dientes apretados, y el rostro empapado en
sudor, repetía: ¡Oh, perdóname! ¡Hazme puro! ¡Ayúdame a ser bueno!, una y otra vez,
hasta que estaba a punto de desmayarse de dolor.
Cuando llegó la mañana, el Salvaje sintió que se había ganado el derecho a habitar el
faro; sí, a pesar de que todavía había cristales en la mayoria de las ventanas, y a pesar de
que la vista, desde la plataforma, era preciosa. Porque la misma razón por la cual había
elegido el faro se había trocado casi inmediatamente en una razón para marcharse a otra
parte. John había decidido vivir allá porque la vista era tan hermosa, porque, desde su
punto de observación tan ventajoso, le parecía contemplar la encarnación de un ser
divino. Pero ¿quién era él para gozarse con la visión cotidiana constante, de la belleza?
¿Quién era él para vivir en la visible presencia de Dios? Él merecía vivir en una sucia
pocilga, en un sombrío agujero bajo tierra. Con los miembros rígidos y doloridos
todavía por la pasada noche de sufrimiento, y fortalecido interiormente por esta misma
razón, el Salvaje subió a la plataforma de su torre y contempló el brillante mundo del
amanecer en el que volvía a habitar por derecho propio, recién reconquistado.
En el valle que separaba Hog's Back de la colina arenosa en la cima de la cual se
levantaba el faro, se hallaba Puttenham, un modesto edificio de nueve pisos, con silos,
una granja avícola, y una pequeña fábrica de Vitamina D. Al otro lado del faro, al Sur,
el terreno descendía en largas pendientes cubiertas de brazales en dirección a un rosario
de lagunas.
Más allá de estas lagunas, por encima de los bosques, se levantaba la torre de catorce
pisos de Elstead. Borrosas, en el brumoso aire inglés, Hindhead y Selborne atraían las
miradas hacia la azulada y romántica distancia. Pero no sólo lo que se veía a distancia
había atraído al Salvaje a su faro; lo que lo rodeaba de cerca resultaba igualmente
seductor. Los bosques, las extensiones abiertas de brezos y amarilla aliaga, los grupos
de pinos silvestres, las lagunas y albercas relucientes, con sus abedules y sauces
llorones, sus lirios de agua y sus alfombras de juntos, poseían una intensa belleza y,
para unos ojos acostumbrados a la aridez del desierto americano, resultaban
asombrosos. Y, además, ¡la soledad! El Salvaje pasaba días enteros sin ver a un solo
hombre. El faro se hallaba sólo a un cuarto de hora de vuelo de la Torre de Charing-T;
pero las colinas de Malpaís apenas eran más deshabitadas que aquel brezal de Surrey.
Las multitudes que diariamente salían de Londres, lo hacían sólo para jugar al Golf
Electromagnético o al tenis.
La mayor parte del dinero que, a su llegada, John había recibido para sus gastos
personales, había sido empleado en la adquisición del equipo necesario. Antes de salir
de Londres el Salvaje se había comprado cuatro mantas de lana de viscosa, cuerdas,
alambre, clavos, cola, unas pocas herramientas, cerillas (aunque pensaba construirse en
su día un parahuso para hacer fuego), algo de batería de cocina, dos docenas de
paquetes de semilla y diez kilos de harina de trigo.