Page 160 - Aldous Huxley
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                  -¡Ford! -murmuró el conductor.

                  Y los mellizos fueron de la misma opinión. -¡Reford! -dijeron.


                  Tres días más tarde, como los búhos a la vista de una carroña, llegaron los periodistas.

                  Secado y endurecido al fuego lento de leña verde, el arco ya estaba listo. El Salvaje
                  trabajaba afanosamente en sus flechas. Había cortado y secado treinta varas de avellano,
                  y las había guarnecido en la punta con aguzados clavos firmemente sujetos. Una noche
                  había efectuado una incursión a la granja avícola de Puttenham y ahora tenía plumas
                  suficientes para equipar a todo un ejército. Estaba empeñado en la tarea de acoplar las
                  plumas a las flechas cuando el primer periodista lo encontró. Silenciosamente, calzado
                  con sus zapatos neumáticos, el hombre se le acercó por detrás.

                  -Buenos días, Mr. Salvaje -dijo-. Soy el enviado de El Radio Horario.


                  Como  mordido  por  una  serpiente,  el Salvaje saltó sobre sus pies, desparramando en
                  todas  direcciones  las  plumas,  el  bote de cola y el pincel. -Perdón -dijo el periodista,
                  sinceramente compungido-. No tenía intención... -se tocó el sombrero, el sombrero de
                  copa de aluminio en el que llevaba el receptor y el transmisor telegráfico-. Perdone que
                  no me descubra -dijo-. Este sombrero es un poco pesado. Bien, como le decía, me envía
                  El Radio...


                  -¿Qué quiere? -preguntó el Salvaje, ceñudo.

                  -Bueno,  como  es  natural,  a  nuestros lectores les interesaría muchísimo... -Ladeó la
                  cabeza y su sonrisa adquirió un matiz, casi, de coquetería-. Sólo unas pocas palabras de
                  usted, Mr. Salvaje.

                  Y rápidamente, con una serie de ademanes rituales, desenrolló dos cables conectados a
                  la batería que llevaba en torno de la cintura; los enchufó simultáneamente a ambos lados
                  de su sombrero de aluminio; tocó un resorte de la cúspide del mismo y una antena se
                  disparó en el aire; tocó otro resorte del borde del ala, y, como un muñeco de muelles,
                  saltó un pequeño micrófono que se quedó colgando estremeciéndose,  a  unos  quince
                  centímetros de su nariz; bajóse hasta las orejas un par de auriculares, pulsó un botón
                  situado en el lado izquierdo del sombrero, que produjo un débil zumbido, hizo girar otro
                  botón de la derecha, y el zumbido fue interrumpido  por  una  serie  de  silbidos  y
                  chasquidos estetoscópicos.

                  -Al habla -dijo, por el micrófono-, al habla, al habla...


                  Súbitamente sonó un timbre en el interior de su sombrero.

                  -¿Eres tú, Edzel? Primo Mellon al habla. Sí, lo he pescado. Ahora Mr. Salvaje cogerá el
                  micrófono y pronunciará unas palabras. Por favor, Mr. Salvaje. -Miró a John y le dirigió
                  otra de sus melifluas sonrisas-. Diga solamente a nuestros lectores por qué ha venido
                  aquí. Qué le indujo a marcharse de Londres (¡al habla, Edzel!) tan precipitadamente. Y
                  dígales también algo, naturalmente, del látigo. -El Salvaje tuvo un sobresalto. ¿Cómo se
                  habían enterado de lo del látigo? -Todos estamos deseosos de saber algo de ese látigo.
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