Page 165 - Aldous Huxley
P. 165

165






                  gritando así durante horas enteras, casi indefinidamente.  Pero  a  la  vigésimo  quinta
                  repetición se produjo una súbita interrupción. Otro helicóptero procedente de  la
                  dirección de Hog's Back, permaneció unos segundos inmóvil sobre la multitud y luego
                  aterrizó a pocos metros de donde se encontraba de pie el Salvaje, en el espacio abierto
                  entre la hilera de mirones y el faro. El rugido de las hélices ahogó momentáneamente el
                  griterío; después, cuando el aparato tocó tierra y los motores enmudecieron, los gritos
                  de: ¡El látigo! ¡El látigo! se reanudaron, fuertes, insistentes, monótonos.


                  La puerta del helicóptero se abrió, y de él se apearon un joven rubio, de rostro atezado,
                  y después una muchacha que llevaba pantalones cortos de pana verde, blusa blanca y
                  gorrito de jockey.


                  Al ver a la muchacha, el Salvaje se sobresaltó, retrocedió, y su rostro se cubrió de súbita
                  palidez.


                  La muchacha se quedó mirándole, sonriéndole con una sonrisa incierta, implorante, casi
                  abyecta. Pasaron unos segundos. Los labios de la muchacha se movieron; debía de decir
                  algo; pero el sonido de su voz era ahogado por los gritos rítmicos de los curiosos, que
                  seguían vociferando su estribillo.


                  -¡El lá-ti-go! ¡El lá-ti-go!

                  La  muchacha  se  llevó  ambas  manos al costado izquierdo, y en su rostro de muñeca,
                  aterciopelado como un melocotón, apareció una extraña expresión de dolor y ansiedad.
                  Sus ojos azules parecieron aumentar de tamaño y brillar más intensamente; y, de pronto,
                  dos lágrimas rodaron por sus mejillas. Volvió a hablar, inaudiblemente; después, con un
                  gesto rápido y apasionado, tendió los brazos hacia el Salvaje y avanzó un paso.

                  -¡El lá-ti-go! ¡El Látigo!


                  Y, de pronto, los curiosos consiguieron lo que tanto deseaban.

                  -¡Ramera!


                  El  Salvaje  había  corrido al encuentro de la muchacha como un loco. ¡Zorra!, había
                  gritado, como un loco, y empezó a azotarla con su látigo de cuerdas de nudos.

                  Aterrorizada, la joven se había vuelto, disponiéndose  a  huir,  pero  había  tropezado  y
                  caído al suelo.

                  -¡Henry, Henry! -gritó.


                  Pero su atezado compañero se había ocultado detrás del helicóptero, poniéndose a salvo.

                  Con un rugido de excitación y delicia, la línea se quebró y se  produjo  una  carrera
                  convergente hacia el centro magnético de atracción. El dolor es un horror que fascina.

                  -¡Quema, lujuria, quema!


                  -¡Oh, la carne!
   160   161   162   163   164   165   166