Page 6 - El camino de Wigan Pier
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                 l primer ruido que se oía por la mañana eran las secas pisadas de las chicas de la
           Ehilandería, cuyos chanclos de suela de madera golpeaban el empedrado. Antes

           debían  de  sonar,  me  imagino,  las  sirenas  de  las  fábricas,  pero  a  aquella  hora  yo
           dormía aún.
               Por lo general, éramos cuatro en el dormitorio. Era éste una habitación horrible,
           con ese aspecto provisional y desordenado de las estancias que no se usan para lo que

           fueron pensadas en un principio. Años atrás, la casa había sido una vivienda familiar
           corriente.  Cuando  los  Brooker  se  instalaron  en  ella  y  la  adaptaron  a  sus  nuevas
           funciones  de  tripería  y  pensión,  heredaron  algunos  de  los  muebles  más  inútiles,  y
           nunca tuvieron la energía de deshacerse de ellos. Así que los huéspedes dormíamos

           en lo que era aún visiblemente una sala de estar. Pendía del techo una maciza araña
           de  cristal  en  cuya  superficie  la  capa  de  polvo  era  tan  espesa  que  parecía  pelo.  Y,
           cubriendo la mayor parte de una pared, había un enorme y horroroso armatoste, un
           híbrido  entre  aparador  y  mueble  de  recibidor,  con  muchos  relieves,  cajoncitos  y

           espejos. Había también una alfombra, que en tiempos había sido de colores chillones,
           llena de huellas circulares de los cubos de fregar de muchos años, dos sillas doradas
           de asiento reventado y uno de esos anticuados sillones de tela de crin, en los que uno
           resbala  cuando  trata  de  sentarse.  La  estancia  había  sido  convertida  en  dormitorio

           mediante  la  introducción  de  cuatro  escuálidas  camas  en  medio  de  aquellas  otras
           ruinas.
               Mi cama estaba en el rincón de la derecha según se entraba por la puerta. A los
           pies  de  la  mía,  colocada  perpendicularmente,  había  otra  cama,  que  había  que

           mantener bien apretada contra la mía, para que fuera posible abrir la puerta, de modo
           que yo tenía que dormir con las piernas encogidas, pues, si las extendía, le daba en
           los riñones al ocupante de la otra cama. Éste era un hombre de edad llamado Reilly,
           que era medio mecánico y trabajaba en el exterior de uno de los pozos de carbón.

           Afortunadamente para mí, se marchaba a trabajar a las cinco de la mañana, lo que me
           permitía estirar las piernas y dormir a gusto durante un par de horas. La cama del otro
           lado  estaba  ocupada  por  un  minero  escocés  que  había  resultado  herido  en  un
           accidente  en  el  pozo  (quedó  atrapado  contra  el  suelo  por  un  bloque  de  piedra,  y

           permaneció así durante varias horas antes de que apartasen la piedra con una palanca
           y le sacasen) y había recibido una indemnización de quinientas libras. Era un hombre
           de cuarenta años, alto y apuesto, de cabello gris y bigote recortado, que parecía más
           un sargento que un minero. Acostumbraba a quedarse en cama hasta bien entrada la

           mañana,  fumando  en  una  pipa  corta.  En  la  otra  cama  dormían  una  sucesión  de
           viajantes de comercio, agentes de periódicos y agentes de ventas a plazos, los cuales,
           generalmente,  pasaban  en  la  pensión  una  noche  o  dos.  Era  aquélla  una  cama  de
           matrimonio, con mucho la mejor de todas. Yo había dormido en ella la primera noche



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