Page 8 - El camino de Wigan Pier
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quejarse. Él era un hombre menudo que parecía irlandés, de pelo oscuro, amargado e
increíblemente sucio. Me parece que ni una sola vez le vi con las manos limpias. Al
estar su mujer inválida, era él quien preparaba la mayor parte de la comida. Como
todas las personas que llevan siempre las manos sucias, tenía una manera especial de
manejar las cosas, íntima y despaciosa. Cuando le daba a alguien una rebanada de
pan con mantequilla, ésta llevaba siempre la huella negra de su pulgar. Incluso a
primera hora de la mañana, cuando descendía al misterioso cuchitril de detrás del
sofá de la señora Brooker para ir a buscar tripa, ya llevaba las manos negras. Los
otros huéspedes me hacían terroríficas descripciones del lugar donde se guardaba la
tripa. Decían que estaba lleno de cucarachas. Ignoro la frecuencia con que los
Brooker encargaban nuevas remesas de la mercancía, pero era a intervalos largos,
porque la señora Brooker situaba los acontecimientos en el tiempo con relación a
aquellas fechas. «Vamos a ver… desde que eso pasó he recibido tres envíos de
congelada (tripa congelada)», decía. A nosotros nunca nos daban tripa para comer.
Por entonces yo suponía que lo hacían porque era demasiado cara, pero ahora,
pensando en ello, me parece que era simplemente porque sabíamos demasiado acerca
de ella. Observé que ellos tampoco la comían nunca.
Los únicos huéspedes estables eran el minero escocés, Reilly, dos ancianos
[1]
jubilados y un hombre sin trabajo, acogido al P.A.C. , llamado Joe (era de esas
personas que no tienen apellido). El minero escocés, cuando cogía confianza con la
gente, era muy pesado. Como tantos hombres sin trabajo, se pasaba demasiado
tiempo leyendo periódicos y, si no se le cortaba, era capaz de disertar durante horas y
horas sobre temas como el Peligro Amarillo, los asesinatos, la astrología y el
conflicto entre religión y ciencia. Como tantos otros, los jubilados se habían visto
obligados a abandonar sus casas a causa de la Inspección de Recursos. Entregaban
sus diez chelines semanales a los Brooker y recibían a cambio el tipo de pensión
completa que se puede esperar por diez chelines: una cama en el desván y comidas a
base de pan con mantequilla. Uno de ellos era un hombre «educado», y se estaba
muriendo lentamente de una enfermedad maligna, cáncer, creo. Sólo se levantaba de
la cama los días en que iba a cobrar su jubilación. El otro, al que todos llamaban el
viejo Jack, era un exminero que tenía setenta y ocho años y había trabajado durante
más de cincuenta en los pozos. Era un hombre vivaz e inteligente pero, cosa curiosa,
sólo parecía recordar las cosas de su juventud y haber olvidado todo lo referente a la
maquinaria moderna y a las mejoras introducidas en las minas. Solía contarme
historias de luchas con caballos enfurecidos en las estrechas galerías subterráneas.
Cuando le dije que tenía intención de bajar a lo hondo de varias minas, declaró
despectivamente que un hombre de mi estatura (metro setenta y cuatro) no podría
hacer el «camino», y fue inútil que le dijese que el «camino» ya no era lo que antes.
Pero era amable con todo el mundo y nos daba a todos un simpático grito de
«¡Buenas noches, muchachos!» cuando subía la escalera para dirigirse a su cama, en
la buhardilla. Lo que yo admiraba más del viejo Jack era el hecho de que nunca
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