Page 7 - El camino de Wigan Pier
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que pasé en la casa, pero después me trasladaron para cedérsela a otro huésped. Creo
           que todos los recién llegados pasaban la primera noche en la cama grande, que era
           empleada, por así decirlo, como cebo. Todas las ventanas del dormitorio se mantenían
           siempre herméticamente cerradas, con un saco de arena rojo apretado contra la parte

           inferior del marco, y por las mañanas aquello apestaba como la jaula de un hurón. Al
           levantarse no se notaba, pero si uno salía de la habitación y volvía a entrar en ella, el
           olor le daba en la cara como una bofetada.
               Nunca llegué a descubrir cuántos dormitorios tenía la casa. Cosa rara, había en

           ella un cuarto de baño, cuyo origen se remontaba a antes de los Brooker. En la planta
           baja  había  la  acostumbrada  cocina-sala  de  estar  con  su  enorme  horno  de  carbón
           encendido noche y día. Estaba iluminada solo por una claraboya, pues a un lado de
           ella  se  encontraba  la  tienda  y  al  otro  la  despensa,  que  daba  a  un  oscuro  lugar

           subterráneo  donde  se  guardaba  la  tripa.  Bloqueando  parcialmente  la  puerta  de  la
           despensa estaba un informe sofá en el cual la señora Brooker, la patrona, pasaba sus
           días de enferma, envuelta en mugrientas mantas. La mujer tenía la cara grande y de
           expresión  amistosa,  de  piel  pálida  y  amarillenta.  Nadie  sabía  exactamente  qué

           enfermedad  padecía;  yo  sospecho  que  lo  único  que  le  pasaba  era  que  comía
           demasiado.  Delante  del  fuego  había  siempre  una  cuerda  con  ropa  tendida,  y  en  el
           centro de la estancia estaba la gran mesa de cocina en la que comían la familia y los
           huéspedes.  Nunca  vi  aquella  mesa  completamente  despejada,  pero  vi,  en  diversas

           ocasiones, sus varias coberturas. Debajo de todo había una capa de papel de periódico
           viejo manchado de salsa de Worcester; encima, un hule blanco todo pringoso; encima
           de éste, un mantel de sarga verde; y, encima de todo, un basto mantel de lino que
           nunca  se  cambiaba  y  casi  nunca  se  retiraba.  Generalmente,  las  migas  de  pan  del

           desayuno estaban aún sobre la mesa a la hora de la cena. Yo solía reconocer algunas
           de las migas y observaba sus desplazamientos arriba y abajo de la mesa de un día
           para otro.

               La  tienda  era  una  estancia  pequeña  y  fría.  En  el  cristal  exterior  del  escaparate
           había esparcidas como estrellas, unas pocas letras blancas, resto de antiguos anuncios
           de chocolate. En el interior del escaparate había una tabla sobre la que descansaban
           los grandes pliegues blancos de tripa, la gris y lanuda cosa conocida bajo el nombre
           de «tripa negra» y los traslúcidos y fantasmagóricos pies de cerdo hervidos. Era la

           vulgar y corriente tienda de «tripa y guisantes», y no se vendía en ella gran cosa más
           que esto, aparte de pan, tabaco y latas de conserva. En el escaparate había un letrero
           que anunciaba «Se sirven tés», pero cuando algún cliente pedía una taza de té casi

           siempre se lo sacaban de encima con una excusa. El señor Brooker, que hacía dos
           años que no trabajaba, era minero de oficio, pero él y su mujer habían tenido siempre
           un negocio de un tipo u otro como segunda fuente de ingresos. Una vez habían tenido
           una  taberna,  pero  les  habían  quitado  el  permiso  por  permitir  el  juego.  Dudo  que
           ninguno de estos negocios les resultase rentable alguna vez. Los Brooker eran de ese

           tipo de gente que lleva un negocio con la finalidad principal de tener algo de que



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