Page 9 - El camino de Wigan Pier
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gorreaba.  Generalmente,  hacia  finales  de  la  semana  se  le  acababa  el  tabaco,  pero
           siempre se negaba a fumar el de los demás. Los Brooker habían asegurado la vida de
           los dos jubilados en una de esas compañías que cobran seis peniques a la semana.
           Alguien me dijo que les había oído preguntar ansiosamente al agente de la compañía

           «cuánto tiempo vive la gente que tiene cáncer».
               Joe, al igual que el escocés, era asiduo lector de los periódicos y se pasaba casi
           todo  el  día  en  la  biblioteca  pública.  Era  el  típico  solterón  sin  trabajo,  un  ser  de
           aspecto abandonado y harapiento, de cara redonda, casi infantil, que mostraba una

           expresión  de  ingenua  travesura.  Parecía  más  un  niño  solitario  que  un  adulto.  Me
           imagino  que  es  la  absoluta  carencia  de  responsabilidades  lo  que  hace  que  tantos
           hombres como él aparenten menos años de los que tienen. Por el aspecto de Joe, yo le
           hacía unos veintiocho años, y me quedé asombrado al saber que tenía cuarenta y tres.

           Joe era dado a las frases altisonantes y se sentía muy orgulloso de la astucia con la
           que había evitado casarse. A menudo decía «Las cadenas matrimoniales son una cosa
           muy seria», visiblemente convencido de que ésta era una declaración sutil y llena de
           significado.  Sus  ingresos  totales  eran  de  quince  chelines  a  la  semana,  de  los  que

           pagaba seis o siete a los Brooker por la cama. Yo le veía a veces haciéndose un té en
           la  cocina,  pero  por  lo  demás  comía  fuera,  me  imagino  que  a  base  de  pan  con
           margarina y paquetes de pescado con patatas fritas.
               Además de estos huéspedes había en la casa una clientela flotante compuesta por

           viajantes de comercio del tipo más modesto, actores ambulantes —de los que hay
           muchos por el Norte, pues la mayoría de los bares grandes contratan a artistas de
           variedades los fines de semana— y agentes de periódicos. Estos últimos son un tipo
           de  hombres  que  yo  nunca  había  conocido  antes.  Su  trabajo  me  parecía  algo  tan

           desesperado  y  tan  terrible  que  no  comprendía  cómo  alguien  podía  soportarlo
           existiendo la cárcel como alternativa. Trabajaban, en su mayoría, para semanarios o
           periódicos dominicales, y eran enviados de ciudad en ciudad, provistos de planos y de

           listas de las calles a «cubrir» cada día. Si no conseguían un mínimo diario de veinte
           suscripciones, eran despedidos. Mientras mantenían las veinte suscripciones diarias,
           recibían un pequeño salario —dos libras semanales, creo—, y por cada suscripción
           además de las veinte tenían una pequeña comisión. La cosa no es tan imposible como
           parece, porque en los barrios obreros todas las familias están suscritas a un semanario

           de  dos  peniques  y  lo  cambian  con  mucha  frecuencia,  pero  dudo  que  nadie  pueda
           conservar mucho tiempo un trabajo así. Los periódicos contratan a pobres hombres
           desesperados, oficinistas sin trabajo, viajantes de comercio y gente de este tipo que,

           durante un tiempo, hacen enormes esfuerzos y consiguen mantener sus suscripciones
           por  encima  del  mínimo;  después,  cuando  el  trabajo  mortal  les  ha  agotado,  se  les
           despide y se contrata a otros nuevos. Conocí a dos que trabajaban para uno de los
           semanarios más conocidos. Ambos eran hombres mayores con familias que mantener,
           y uno de ellos era ya abuelo. Caminaban de casa en casa durante diez horas diarias,

           «haciendo» las calles que les correspondían, y después se pasaban la velada llenando



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