Page 13 - El camino de Wigan Pier
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los Brooker le asignaron la cama de matrimonio. Por la mañana, mientras nos
vestíamos, vi cómo miraba en torno suyo la desolada habitación, con una expresión
de asombro y repugnancia. Su mirada se cruzó con la mía y adivinó súbitamente que
yo también era del sur.
—¡Los muy puercos! —dijo enfáticamente.
Tras lo cual, hizo la maleta, descendió las escaleras y, con gran presencia de
ánimo, les hizo saber a los Brooker que aquél no era el tipo de alojamiento al que él
estaba acostumbrado y que se marchaba inmediatamente. Los Brooker no lo
entendieron en absoluto. Se quedaron asombrados y dolidos. ¡Qué ingratitud! ¡Irse de
aquella manera sin razón ninguna después de una sola noche! En los días que
siguieron hablaron del asunto una y otra vez, en todos sus aspectos, y lo incorporaron
a su colección de agravios.
El día que advertí la presencia de un orinal lleno bajo la mesa del desayuno decidí
marcharme. Aquel lugar comenzaba a deprimirme. No era sólo la suciedad, los malos
olores y la mala comida, sino aquel ambiente de absurda e invencible degradación,
aquella sensación de estar en un lugar subterráneo donde la gente daba vueltas de un
lado para otro, como cucarachas, en una interminable maraña de abúlico trabajo y
mezquinas quejas. Lo más terrible que tienen la gente como los Brooker es ese decir
las cosas una y otra vez. Le da a uno la sensación de que no son personas reales, sino
una especie de fantasmas que recitan eternamente la misma fútil cantinela. Llegó un
momento en que las parrafadas autoconmiserativas de la señora Brooker —siempre
las mismas lamentaciones, un día tras otro, y siempre acabadas con el trémulo
gimoteo «Qué mala suerte, ¿verdad?»— me repelían aún más que su costumbre de
limpiarse los labios con trocitos de periódico. Pero de nada sirve decir que las
personas como los Brooker son insoportables y no pensar más en ellos. Porque
existen a docenas y a centenares de miles; son uno de los subproductos característicos
del mundo moderno. Si se acepta la civilización que los ha producido, no se les puede
excluir a ellos. Constituyen una parte de lo que nos ha reportado el industrialismo.
Colón cruzó el Atlántico, se pusieron en marcha las primeras locomotoras de vapor,
las tropas británicas resistieron firmemente los cañones franceses en Waterloo, y los
bribones del siglo XIX se llenaron los bolsillos mientras alababan a Dios. Y aquí
tenemos el resultado de todo esto: los laberintos de callejas y las cocinas sin ventanas
donde gente vieja y enferma se arrastra de un lado para otro como cucarachas. Hay
como una obligación de ver y oler estos lugares de vez en cuando, especialmente de
olerlos, para no olvidarse de que existen. Aunque quizá sea conveniente no
permanecer en ellos mucho tiempo.
El tren me alejó de allí, a través del monstruoso paisaje de montones de escoria,
chimeneas, chatarra apilada, canales de agua sucia y caminos de barro ceniciento,
todo surcado por las huellas de los zuecos. Estábamos en marzo, pero hacía un frío
terrible y por todas partes había montones de nieve negruzca. Mientras avanzábamos
lentamente por los barrios extremos de la ciudad, pasamos junto a filas y filas de
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