Page 16 - El camino de Wigan Pier
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                 uestra civilización, con la venia de Chesterton, se basa en el carbón, mucho más
           Nde  lo  que  uno  cree  antes  de  pararse  a  pensar  en  ello.  Las  máquinas  que  nos

           mantienen  en  vida  y  las  máquinas  que  fabrican  estas  máquinas  dependen  todas,
           directa o indirectamente, del carbón. En el metabolismo del mundo occidental, sólo el
           hombre  que  trabaja  la  tierra  supera  en  importancia  al  minero.  Éste  es  como  una
           tiznada cariátide sobre cuyos hombros se apoya casi todo aquello que no está tiznado.

           Por ello, vale la pena observar el proceso concreto de la extracción del carbón, si se
           tiene la oportunidad y el deseo de tomarse esta molestia.
               Al bajar a una mina de carbón, es importante llegar al tajo mientras trabajan los
           paleros.  Esto  no  es  fácil,  pues,  durante  los  períodos  de  actividad  de  la  mina,  los

           visitantes constituyen un estorbo y se procura evitar su presencia, pero si se va a una
           mina  en  cualquier  otro  momento  existe  el  peligro  de  llevarse  una  impresión
           totalmente equivocada. Los domingos, por ejemplo, una mina parece casi un lugar de
           paz. El momento de ir es cuando las máquinas rugen y el aire está negro de polvo de

           carbón, cuando se puede observar directamente el trabajo de los mineros. En estas
           ocasiones, la mina es un verdadero infierno, por lo menos según la idea que yo tengo
           del infierno. La mayoría de las cosas que uno se imagina hallar en el infierno —calor,
           ruido, confusión, oscuridad, aire viciado y, sobre todo, una insoportable estrechez—

           están  reunidas  allí.  Lo  que  no  hay  es  fuego,  exceptuando  las  débiles  luces  de  las
           lámparas Davy y de las linternas eléctricas, que apenas horadan las nubes de polvo de
           carbón.
               Una vez se ha conseguido llegar allí —y el llegar es ya toda una proeza, como

           explicaré  dentro  de  un  momento—  se  arrastra  uno  por  entre  la  última  serie  de
           maderos y se encuentra ante una brillante pared negra de una altura aproximada de un
           metro. Es el frente de carbón. Arriba está el techo liso formado por la roca de la cual
           ha sido arrancado el mineral; debajo está otra vez la roca, de modo que la galería en

           la que uno se encuentra tiene sólo la altura de la veta de carbón. La primera impresión
           que se recibe, que predomina durante un rato sobre todas las demás, es la del terrible
           y ensordecedor ruido de la correa transportadora que se va llevando el carbón. No es
           posible ver a distancia, pues la niebla que forma el polvo de carbón no deja pasar la

           luz de la linterna, pero se distingue la fila de hombres semidesnudos, arrodillados,
           uno cada cuatro o cinco metros, que hunden las palas en el carbón desprendido y lo
           voltean  rápidamente  por  encima  del  hombro  izquierdo  para  arrojarlo  a  la  correa
           transportadora,  que  es  una  cinta  sin  fin  de  caucho  de  unos  sesenta  centímetros  de

           ancho situada un metro o dos detrás de ellos. Por esta cinta corre incesantemente un
           brillante  río  de  carbón.  En  una  mina  grande  se  transportan  de  este  modo  varias
           toneladas  de  mineral  por  minuto.  Esta  corriente  desemboca  en  algún  punto  de  las
           galerías  principales,  donde  es  arrojado  a  unas  vagonetas  que  contienen  media



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