Page 20 - El camino de Wigan Pier
P. 20
impresión que uno tiene es de que faltan cuatrocientos kilómetros. Pero finalmente se
consigue llegar hasta el frente de carbón. Para recorrer un kilómetro se ha empleado
casi una hora; un minero habría hecho el mismo trayecto en poco más de veinte
minutos. Una vez ha llegado al tajo, el visitante ha de echarse al suelo, haciendo caso
omiso del polvo, y recuperar fuerzas durante unos minutos antes de poder siquiera
mirar el trabajo de los mineros con alguna lucidez.
El regreso es peor que la ida, no sólo porque uno se encuentra ya cansado sino
porque el camino de vuelta al pozo suele formar una ligera pendiente. Uno recorre los
trechos angostos a la velocidad de una tortuga, y no se avergüenza ya de pedir una
parada cuando le flaquean las rodillas. Incluso la linterna que uno lleva se convierte
en un estorbo; al tropezar, se cae muchas veces al suelo y, si se trata de la lámpara
Davy, se apaga. El esfuerzo de agacharse bajo las vigas se hace cada vez más penoso
y a veces se olvida uno de hacerlo. Se intenta caminar con la cabeza inclinada, como
lo hacen los mineros, y entonces se golpea la espina dorsal. Incluso los mineros se
dan golpes en la espalda con bastante frecuencia. Ésta es la razón por la cual, en las
minas muy cálidas, donde es necesario trabajar casi desnudo, casi todos los mineros
tengan lo que ellos llaman «botones en la espalda», o sea una cicatriz permanente
sobre cada vértebra. Cuando la vía de la vagoneta discurre cuesta abajo, los mineros
colocan sus zuecos, cuya suela es hueca, en los raíles, y patinan sobre ellos. En las
minas en que el «camino» es muy duro, todos los mineros llevan unos bastones de
unos setenta centímetros de longitud, con un hueco debajo del puño. En los trechos
más fáciles, se coge el bastón por el puño, y en los angostos se pasa la mano por el
hueco. Estos bastones son muy útiles, y los cascos protectores de madera —invención
relativamente reciente— son una verdadera bendición. Tienen la forma de un casco
de acero francés o italiano, pero están hechos de un cierto tipo de médula. Son muy
livianos y tan resistentes que, llevándolos, se pueden recibir sin dolor violentos
golpes en la cabeza.
Cuando se vuelve a la superficie, después de haber pasado, quizás, unas tres horas
bajo tierra y de haber andado dos kilómetros, se está más cansado que si se hubiesen
caminado veinticinco kilómetros por el exterior. Durante una semana, se siente una
rigidez tal en los muslos que el hecho de bajar escaleras es una difícil hazaña; hay
que hacerlo de una manera especial, de lado, sin flexionar las rodillas. Los amigos
mineros observan esta rigidez en el andar y hacen bromas sobre ello. («Te gustaría
trabajar allá en lo hondo, ¿eh?»). Pero incluso un minero que haya estado una
temporada larga sin trabajar —debido a una enfermedad, por ejemplo— lo pasa mal
durante unos días cuando vuelve al pozo.
Puede parecer que exagero, pero cualquiera que haya estado en un pozo de
instalaciones anticuadas (como lo son la mayoría de los pozos de Inglaterra) y haya
llegado realmente hasta el frente de carbón hablará en términos parecidos. De todas
maneras, lo que quiero recalcar es lo siguiente: ese gran esfuerzo de arrastrarse del
pozo al tajo y viceversa, que para una persona normal representaría ya en sí misma
www.lectulandia.com - Página 20