Page 19 - El camino de Wigan Pier
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pizarra, y en algunos lugares donde hay agua está lleno de barro como un corral. Está
además la vía de las vagonetas, que parece la de un tren en miniatura, cuyas traviesas
están a dos o tres palmos una de otra y obstaculizan el paso. Todo está gris del polvo
de la pizarra y se percibe un olor que parece ser el mismo en todas las minas. Se ven
misteriosas máquinas cuya función es imposible adivinar y manojos de herramientas
colgados de alambres. A veces se divisan también ratas que huyen velozmente del
haz luminoso de las linternas. Estos animales son sorprendentemente numerosos en
las minas, sobre todo en aquéllas en las que hay o ha habido caballos. Sería
interesante saber cómo llegaron las primeras; probablemente cayeron por los pozos.
Se dice que una rata puede caer desde cualquier altura sin hacerse daño, debido a que
su superficie es tan grande con relación a su peso. Uno avanza, pues, pegado a la
pared para dejar paso a las filas de vagonetas que avanzan lentamente, traqueteando
hacia el pozo, arrastradas por un cable sin fin de acero accionado desde la superficie.
Uno avanza lentamente por entre cortinas de arpillera y gruesas puertas de madera
que, cuando están abiertas, dan paso a violentos golpes de aire. Estas puertas son una
parte importante del sistema de ventilación. El aire viciado es extraído de un pozo por
medio de ventiladores, y el aire puro entra de manera natural por el otro pozo. Pero,
abandonado a su propio impulso, este aire tomaría el camino más corto, dejando sin
ventilar las galerías más profundas, de modo que todos estos caminos cortos deben
ser cerrados.
Al principio, el hecho de andar agachado es hasta divertido, pero la diversión se
acaba pronto. Yo tengo el inconveniente de ser alto, pero cuando el techo desciende
hasta un nivel de un metro veinte o menos el recorrido es muy duro para todo el que
no sea un niño o un enano. No sólo es necesario doblar el cuerpo, sino además
mantener la cabeza levantada todo el rato, para ver las vigas y esquivarlas. Ello da
lugar a un constante calambre en el cuello. Pero esto no es nada comparado con el
dolor de las rodillas y los muslos que, al cabo de unos quinientos metros, se convierte
(sin ninguna exageración) en insoportable. Uno comienza a preguntarse si podrá
llegar al final del camino y cómo demonios se las arreglará para regresar. La marcha
se hace cada vez más lenta. Se llega a un trecho de unos doscientos metros donde el
techo es excepcionalmente bajo, y se hace necesario avanzar casi en cuclillas.
Después, súbitamente, el techo gana en altura —debido, probablemente, a un antiguo
desprendimiento— y durante veinte metros seguidos es posible andar derecho, lo cual
representa un alivio extraordinario. Pero a continuación viene otro trecho difícil de
cien metros de longitud y después una serie de vigas, bajo las cuales se hace
necesario avanzar a cuatro patas; mas incluso esto es un alivio después de la marcha
en cuclillas. Pero cuando se llega al final de las vigas y uno intenta ponerse en pie
otra vez, observa que las rodillas se han declarado en huelga y se niegan a sostenerle.
Avergonzado, uno se detiene y declara que desearía descansar un momento. El guía
—un minero— lo comprende. Sabe que los músculos del visitante no son como los
suyos. «Sólo faltan cuatrocientos metros», dice, para animarle a uno, pero la
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