Page 14 - El camino de Wigan Pier
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casuchas grises que hacían ángulo recto con el terraplén. Detrás de una de las casas,
una mujer joven yacía arrodillada sobre las losas e introducía un palo en la tubería de
desagüe de la fregadera, que debía de estar atascada. Tuve tiempo de observarla bien;
vi su delantal de arpillera, los toscos zapatones, sus brazos enrojecidos por el frío.
Cuando el tren pasó cerca de ella, levantó la vista, y yo estaba casi lo bastante cerca
como para que mi mirada se cruzase con la suya. Tenía la cara redonda y pálida, la
habitual cara marchita de la chica de barrio obrero que tiene veinticinco años y
aparenta cuarenta, debido a los abortos y al agotamiento. Durante los segundos en
que la vi, aquella cara mostraba la expresión más triste y desesperada que he visto
nunca. En aquel momento me di cuenta de que nos equivocamos al decir «para ellos
es diferente de lo que sería para nosotros», al creer que la gente que ha nacido en el
suburbio no puede imaginar otra cosa que el suburbio. Lo que vi en la cara de la
mujer no era el sufrimiento ignorante de un animal. Ella sabía muy bien lo que le
pasaba y comprendía tan bien como yo lo horrible que era su vida, lo horrible que era
estar allí arrodillada con aquel frío en las sucias losas de un patio trasero, metiendo
un bastón por el desagüe de una fregadera.
Poco después, el tren salió al campo abierto, y aquello pareció extraño, casi
ilógico, como si el campo fuese una especie de parque, pues en las zonas industriales
uno tiene la impresión de que el humo y la suciedad lo cubren todo y de que ninguna
parte de la superficie de la tierra puede escapar a ellos. En un país pequeño,
superpoblado y sucio como el nuestro, la polución se da casi por descontada. Los
montones de escoria y las chimeneas nos parecen un paisaje más normal y más
verosímil que la hierba y los árboles, e incluso en pleno campo, cuando uno clava el
tenedor en la tierra, casi espera desenterrar una botella rota o una lata oxidada. Pero
en aquel lugar la nieve estaba intacta y la capa que formaba era tan espesa que sólo
dejaba ver la parte superior de las cercas de piedra, que serpenteaban por la colina
como caminos negros. Recordé que D. H. Lawrence, escribiendo sobre este mismo
paisaje u otro de esta región, dijo que las colinas se alejaban ondulantes en la
distancia «como músculos». A mí no se me habría ocurrido esta comparación. La
nieve y las cercas negras parecían más bien un vestido blanco adornado con
cordoncillo negro.
Aunque la nieve apenas se había fundido, el sol brillaba, y, a través de la
ventanilla cerrada, parecía cálido. Según el calendario, estábamos en primavera, y
algunos pájaros parecían compartir esta idea. Por primera vez en mi vida, en un claro
libre de nieve junto a la vía, vi emparejarse a dos grajos. Lo hacían en el suelo y no,
como yo habría imaginado, en un árbol. La forma de cortejo era curiosa. La hembra
permanecía en pie con el pico abierto y el macho daba vueltas en torno a ella y hacía
como que le daba de comer. Yo llevaba apenas media hora en el tren, pero las
desiertas colinas nevadas, el resplandor del sol y los grandes y lustrosos pájaros me
daban la sensación de estar muy lejos de la oscura cocina de los Brooker.
El conjunto de las regiones industriales forma en realidad una enorme ciudad, con
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