Page 11 - El camino de Wigan Pier
P. 11

el  placer  principal  de  él  y  de  su  mujer  consistía  en  relatar  sus  aflicciones  a  quien
           quisiera oírlas. La señora Brooker se lamentaba durante horas seguidas, recostada en
           su sofá, como una blanda mole de grasa y autoconmiseración, repitiendo las mismas
           cosas una y otra vez. «Ya no vienen clientes. No sé por qué será. Allí está la tripa,

           muerta de risa, un día y otro día. Una tripa tan buena… Qué mala suerte, ¿verdad?».
           Todas sus quejas terminaban con la misma frase: «Qué mala suerte, ¿verdad?», como
           el refrán de una balada. Desde luego, era cierto que con la tienda no ganaban nada. El
           establecimiento tenía el inconfundible aspecto polvoriento y cagado de moscas de un

           negocio que se va a pique. Pero aun teniendo el valor de abordar la cuestión, habría
           sido totalmente inútil explicarles por qué nadie entraba en la tienda. Eran incapaces
           de entender, por ejemplo, que las moscardas muertas del año pasado que se hallaban
           patas arriba en el escaparate no eran precisamente un estímulo para el comprador.

               Pero lo que realmente atormentaba a los Brooker era la presencia en su casa de
           los  dos  jubilados,  que  usurpaban  espacio,  devoraban  comida  y  pagaban  sólo  diez
           chelines a la semana. Dudo que perdiesen dinero con ellos, aunque, ciertamente, el
           beneficio que sacaban de aquellos diez chelines debía ser muy reducido. Pero, según

           los Brooker, aquellos dos hombres eran una especie de inmundos parásitos que se
           habían pegado a ellos y vivían de su caridad. Al viejo Jack aún le soportaban porque
           pasaba  la  mayor  parte  del  día  fuera  de  la  casa,  pero  al  enfermo,  que  se  llamaba
           Hooker, le odiaban declaradamente. Brooker pronunciaba su nombre de una manera

           rara, omitiendo la H y alargando la U, «Uker». ¡La cantidad de historias que hube de
           escuchar sobre el mal carácter del viejo Hooker, la molestia que representaba hacerle
           la cama, la forma en que se negaba a comer esto o aquello, su constante ingratitud y,
           por encima de todo, la egoísta obstinación con que se resistía a morir…! Ansiaban

           literalmente que muriese, pues entonces, al menos, cobrarían el dinero del seguro.
           Parecían sentir cómo les chupaba la vida día tras día, como si fuera un gusano alojado
           en  sus  intestinos.  A  veces,  Brooker  levantaba  la  vista  de  las  patatas  que  pelaba,

           cruzaba su mirada con la mía y, con gesto amargo y trágico, movía la cabeza hacia el
           techo, hacia la habitación de Hooker. «El hijo de puta…», decía. No hacía falta más;
           yo sabía perfectamente que se refería al viejo Hooker.
               Pero los Brooker tenían quejas de un tipo o de otro contra todos los huéspedes,
           incluyéndome a mí, sin duda. Joe, por su condición de acogido al P.A.C., figuraba

           prácticamente en la misma categoría que los jubilados. El escocés pagaba una libra a
           la semana, pero estaba casi siempre en casa y, según ellos mismos lo expresaban, «no
           les gustaba que rondase todo el día por allí». Los agentes de los periódicos estaban

           fuera todo el día, pero los Brooker veían con malos ojos su costumbre de traerse la
           comida de fuera, e incluso Reilly, su mejor huésped, había caído en desgracia porque
           la  señora  Brooker  le  culpaba  de  despertarla  cuando  bajaba  la  escalera  por  las
           mañanas. Se quejaban eternamente que no conseguían tener la clase de huéspedes que
           deseaban, «caballeros cultos» dedicados al comercio que pagasen pensión completa y

           estuviesen  fuera  todo  el  día.  Su  cliente  ideal  habría  sido  una  persona  que  pagase



                                         www.lectulandia.com - Página 11
   6   7   8   9   10   11   12   13   14   15   16