Page 12 - El camino de Wigan Pier
P. 12
treinta chelines a la semana y no viniese nunca excepto para dormir. He observado
que la gente que tiene huéspedes casi siempre acaba por odiarlos. Quieren su dinero,
pero les miran a ellos como a intrusos y mantienen hacia ellos una curiosa actitud
celosa y vigilante que, en el fondo, es la decisión de no permitir que el huésped llegue
a sentirse demasiado en su casa. Es el inevitable resultado de la necesidad de que
alguien viva en casa de otro sin pertenecer a la familia.
Las comidas de la pensión eran todas repugnantes por un igual. Para desayunar,
servían dos delgadas lonchas de tocino y un anémico huevo frito, acompañados de
pan con mantequilla, que a menudo estaba ya cortado desde el día anterior y llevaba
siempre la inevitable huella negra del pulgar de Brooker. Por más tacto que traté de
poner en el asunto, nunca logré inducirle a que me dejase untarme yo mismo el pan
con mantequilla; siempre se empeñaba en dármelo él, rebanada por rebanada, cada
una de ellas firmemente sujeta por aquel ancho pulgar negro. Para almorzar teníamos
habitualmente ese picadillo de carne de tres peniques que se vende cocido en latas —
que formaba parte, según creo, de las existencias de la tienda—, patatas hervidas y
arroz. Con el té había otra vez pan con mantequilla y galletas desconchadas,
probablemente compradas a bajo precio por el hecho de ser viejas. Para cenar
teníamos el pálido y fláccido queso de Lancashire y bizcochos. Los Brooker nunca
llamaban bizcochos a aquellos bizcochos. Siempre les daban la reverente
denominación de «crackers de nata». «Tome otro cracker de nata, señor Reilly; son
muy buenos con el queso», decían, disimulando así el hecho de que hubiese sólo
queso para la cena. Sobre la mesa estaban permanentemente varias botellas de salsa
de Worcester y un bote de mermelada lleno hasta la mitad. Era habitual sazonarlo
todo, incluso el queso, con salsa de Worcester, pero nunca vi que nadie se atreviera
con el bote de mermelada, que era una indescriptible masa de polvo pegajoso. La
señora Brooker hacía las comidas aparte, pero solía tomar bocados de cualquier
comida que estuviese en curso, y maniobraba con gran habilidad para hacerse con lo
que ella llamaba «el fondo de la tetera», es decir, la taza de té más concentrada. Tenía
la costumbre de enjugarse constantemente la boca con una de las mantas. Hacia el
final de mi estancia en la casa, adquirió el hábito de hacerlo con trocitos de papel de
periódico, y por las mañanas el suelo aparecía muchas veces sembrado de bolitas de
papel pringoso que permanecían allí durante horas. El olor de la cocina era horrible,
pero, al igual que el del dormitorio, dejaba de percibirse al cabo de un rato.
Me impresionó darme cuenta de que aquella pensión no debía de ser nada
excepcional con respecto a las demás de las áreas industriales, pues, en general, los
[2]
huéspedes no se quejaban. El único que lo hizo, que yo sepa, fue un cockney bajito,
de cabello negro y nariz afilada, viajante de una marca de cigarrillos. Era la primera
vez que iba al Norte y creo que hasta entonces había tenido un empleo mejor y estaba
acostumbrado a alojarse en hoteles. Aquél era su primer contacto con las pensiones
de tercera, los lugares donde el infeliz rebaño de los agentes y vendedores se cobija
después de sus interminables jornadas. Como era costumbre con los recién llegados,
www.lectulandia.com - Página 12