Page 10 - El camino de Wigan Pier
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los formularios de algún engañabobos organizado por su periódico (uno de esos
montajes según los cuales le «regalan» a uno una vajilla de loza si se suscribe para
seis semanas y envía un giro postal de dos chelines). El gordo, el que era abuelo, solía
quedarse dormido con la cabeza apoyada en un montón de formularios. Ninguno de
los dos podía pagar la libra semanal que los Brooker cobraban por la pensión
completa. Pagaban una reducida suma por la cama y hacían comidas vergonzantes en
un rincón de la cocina, a base de tocino y pan con margarina que guardaban en la
maleta.
Los Brooker tenían un gran número de hijos e hijas, la mayoría de los cuales se
habían marchado de casa hacía tiempo. Algunos estaban en el Canadá, «se habían
establecido en el Canadá» como decía la señora Brooker. Sólo uno de los hijos vivía
cerca de ellos, un joven alto y grueso de aspecto porcino que trabajaba en un garaje,
que comía a menudo en la casa. La esposa del muchacho se pasaba allí todo el día
con los dos niños, y casi todo el trabajo de la cocina y la colada lo hacían entre ella y
Emmie, la prometida de otro hijo que vivía en Londres. Emmie era una joven de
aspecto triste, rubia y de nariz afilada, que trabajaba en una de las hilanderías por un
salario de hambre, a pesar de lo cual se pasaba todas las tardes en casa de los
Brooker, en régimen de servidumbre. Creo que la boda había sido aplazada una y otra
vez y probablemente no se celebraría nunca, pero la señora Brooker se había
adoptado ya a Emmie como nuera y solía reprenderla en esa forma especial en que lo
hacen los inválidos, vigilante y afectuosa. El resto de las faenas domésticas las hacía,
o no las hacía, el señor Brooker. La señora Brooker apenas se movía de su sofá de la
cocina (en el que pasaba también las noches), y se encontraba demasiado mal para
hacer otra cosa que engullir pantagruélicas comidas. Era, pues, su marido quien
cuidaba de la tienda, preparaba la comida de los huéspedes y «hacía» las
habitaciones. Se pasaba el día arrastrándose con increíble lentitud de una aborrecida
tarea a otra. Con frecuencia, las camas estaban aún por hacer a las seis de la tarde. A
cualquier hora del día era posible cruzarse en la escalera con Brooker, que llevaba en
la mano un orinal lleno, agarrándolo con el pulgar bien separado del borde. Por las
mañanas se sentaba junto al fuego con un balde de agua sucia a sus pies, pelando
patatas a la velocidad de una película a cámara lenta. Nunca he visto a nadie capaz de
pelar patatas con un aire tal de meditabundo resentimiento. Se podía ver el odio que
sentía hacia aquel «maldito trabajo de mujeres», como él lo llamaba, fermentando en
su interior como una especie de zumo amargo. Era una de esas personas capaces de
darles vueltas a sus pesares como hacen los rumiantes con la comida.
Como yo pasaba mucho tiempo en la casa, me enteré de todos los detalles del
infortunio de los Brooker, cómo todo el mundo les estafaba y se mostraba
desagradecido con ellos, cómo no obtenían beneficio ninguno de la tienda y casi
ninguno de la pensión. Pero, en relación con el nivel de vida del barrio, no estaban
tan mal como decían, pues, de alguna forma que yo no conocía concretamente,
Brooker engañaba a la Inspección de Recursos y cobraba un subsidio del P.A.C. Pero
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