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y dejar de caminar. Sin embargo, la idea de ser médico desde pequeña, el
recordar ese sueño dulce de dedicarme a salvar vidas, envolvía un lazo
aún más fuerte, lo que me obligó a pedir ayuda y mientras la pandemia
se toma su tiempo.
Los medicamentos no eran la solución para salir de este abismo; pero
los aplausos de la gente, noche a noche desde las ventanas de sus ho-
gares, se escuchaban como campanas de fuerza para vencer esta batalla.
Aplausos que llegaban hasta la oscuridad de mi cuarto y me impulsaban
a pelear una vez más, contra mi mente, contra mí misma, por mantenerme
viva y alcanzar lo planeado, lo soñado.
Una luz al final del túnel siempre existe, en cada camino, y así fue
Dios bendiciendo el mío, mostrándome el más grande motivo: Llegar a
casa y ser recibida por mi madre y mi hermana, que la sonrisa no pueden
contener al verme entrar por esa puerta después de cada guardia. Me
inspiraba a ser más fuerte o, a intentarlo un poco más. No sé si se pueda
entender a cada colega, a cada amigo, a cada compañero, la horrorosa
situación de llegar a casa ignorando estar infectado del virus, que a todos
nos quiere vencer y pensar que por salvar a otra vida, tenga que a su fa-
milia perder.
El encontrarme reflejada en mi joven paciente, que, en tiempos de
cuarentena, donde toda la gente se aísla y guarda de los suyos, ella solo
piensa en morir, en ir tras su esposo, tras el hombre con el que en un altar
se juró amor eterno. Se negaba a recibir medicación y sus pensamientos
suicidas la dominaban. Cinco días después, al regresar a mi turno, la en-
contré intubada, conectada a ventilación mecánica; y, en la misma sala
conectada al ventilador de al lado, su madre adulta mayor con múlti-
ples comorbilidades, y altas probabilidades de desarrollar Covid severo.
¡Madre e hija en juntas en tan pocos metros cuadrados!
Anonadada, pregunté: “¿Qué pasó con mi paciente joven?” pues se
había deteriorado muy rápido, teniendo un solo factor de riesgo significa-
tivo: obesidad. “¿Qué ocurrió con su madre?” por respuesta recibí que
la señora había sido quien contagió a todos en casa, ya que vendía víveres
en el mercado de la ciudad.
Luego de ocho días en la unidad de cuidados intensivos y seis días en
nuestra sala de hospitalización Covid, la joven paciente ha despertado,
olvidando todo lo ocurrido y ha pedido ver a su familia y a su hijo, lo que
resulta imposible por los protocolos de bioseguirdad establecidos. Sin
embargo, al comunicarnos vía telefónica con su padre para ponernos de
acuerdo en planificar y direccionar la ambulancia mientras se prepara su
alta, en el teléfono él solicita ayuda y apoyo de una psicóloga para su hija.
Nos pide recordarle que su esposo ha muerto y que esta vida dura e in-
justa, también se ha llevado a su madre, quien ya lleva tres días fallecida.
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