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Cuatro días después fui a visitarlo y encontré que no habían seguido
las indicaciones, ante lo cual no tuve más opción que referirlo a un espe-
cialista; al día siguiente viajó con su padre a la ciudad.
Más adelante, sin haber tenido noticias de él, pregunté sobre su estado
de salud; como respuesta recibí que había sido diagnosticado de un tumor
en el ojo derecho y que, en pos de preservar su vida, el único tratamiento
era extirparlo. La operación fue un éxito, pero me generó impotencia, y
mucha, respecto a cómo ese niño, tenía que aprender a vivir de otra ma-
nera, incompleto, desde tan temprana edad.
Mientras tanto, afuera la realidad se complicaba; tantos víveres como
medicación comenzaron a escasear, ya que con los vuelos suspendidos
dejamos de formar parte del mundo exterior. Se habían olvidado de no-
sotros. Hubo ocasiones en los que no había más opción que salir a buscar
la comida, pescando o cazando; ya era un tema de supervivencia, pues
habían pasado cuatro meses desde aquel día en que las operaciones aero-
náuticas se suspendieron.
Al pasar tanto tiempo en un mismo lugar, me convertí en un habitante
más; ya era parte de ellos, de su día a día, sus costumbres, necesidades y
momentos difíciles. Cuando llegó el día de volver, al escuchar el sonido
de la avioneta que me llevaría a casa, la mezcla de sentimientos que me
invadía es difícil de explicar; nunca había sentido algo similar y por eso
con ellos se quedó una parte de mí.
Esto es un poco de mi historia, lo que tuve que vivir en medio de la
pandemia, en una realidad aislada de muchas comodidades. La atención
que se llevan las grandes metrópolis deja a un lado a la gente que verda-
deramente necesita de atención y empatía.
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