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UN ABRAZO PENDIENTE


                                                        Por: Md. Henry Balboa

                  Tras largos meses de incertidumbre, la necesidad nos ha obligado a
               adaptarnos a esta nueva normalidad, que empezó con el confinamiento a
               partir de marzo, y hubo quienes como yo tuvimos que vivirlo lejos del
               hogar.

                  La cuarentena me sorprendió en la unidad de salud tipo “C” en la que
               trabajo, ubicada en un cantón al sur del país, a ocho horas de distancia
               de mi familia. La pregunta que siempre me dio vueltas era “¿Cómo es-
               tarán?” la cual se respondía constantemente con el contacto telefónico.
               Es que yo, al igual que todos, no tenía claro el impacto que generaría
               la pandemia. Sí, ocupado entre los temas laborales, las tareas domés-
               ticas, cursos virtuales, redes sociales, y cualquier actividad que mitigue
               el aburrimiento a causa del encierro. Desde el balcón del apartamento
               fui testigo de cómo una ciudad muy comercial, de mucho dinamismo, se
               apagaba día a día. El miedo se sentía en el aire.
                  Era tan evidente el temor general, que muchos taxistas se negaban a
               llevarme al hospital, tanto al conocer el destino del viaje como al verme
               con el uniforme y la identificación respectiva. Otros brindaban recelosos
               el servicio y muy pocos lo hacían sin inconveniente; claro, las necesi-
               dades y prioridades de cada uno, todas respetables. Lo que sí sucedió
               siempre, fue que el Covid-19 era el tema de conversación en cada viaje,
               con las particulares y perspectivas de mis interlocutores.

                  Ante el ascenso de la curva de contagios en Guayaquil, caso mundial-
               mente difundido, todos quienes estaban a mi alrededor, me refiero a la
               familia, amigos, conocidos, pacientes, me preguntaban sobre el ejercicio
               profesional, ante lo que respondía que mi desempeño era en el área de
               emergencia, atendiendo a los sintomáticos respiratorios y también como
               médico de ambulancia del Sistema Integrado de Seguridad, según la oca-
               sión lo ameritaba. De inmediato, la infaltable: “¿Doctor, no le da miedo
               contagiarse?” a lo que asentía, pero mostrando seguridad, complemen-
               taba diciendo que he aplicado las medidas de protección establecidas.

                  “¡Claro! En aquel tiempo no había todo el equipo de protección que
               llegó en lo posterior, y el miedo era el ingrediente principal, pero era res-
               ponsable continuar respondiendo de manera diplomática para no infundir
               más temor en quienes me consultaban.  Por obviedad, tampoco podía
               darme el lujo de dejar mi trabajo, dentro de la crisis laboral que vino de
               la mano. El riesgo era inevitable, el sustento obligatorio.
                  La serranía ecuatoriana, en un abrir y cerrar de ojos, también se llenó
               de casos de personas contagiadas, situación que evidencié en la casa de


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