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Con el aumento de casos respiratorios, ya sospechosos de Covid-19,
            aún no teníamos pruebas. Y no me imaginé que lo peor estaba por venir,
            pues consideré que sería un brote, algo estacional, pasajero, pero cuán
            equivocada estaba. No fue sino hasta el jueves de esa semana, cuando
            entendí que no era algo simple. Mi agenda estaba copada hasta las cinco
            de la tarde, pese a que el horario indicaba hasta la una, motivo por el que
            el jefe firmó certificados que nos habilitaban a circular en automóvil.

               En esa jornada, lo que me impresionó fue ver la cantidad de personas
            amontonadas afuera del consultorio, al momento que salí a llamar a la
            siguiente en lista. Escuchaba el eco de la tos generalizada, que retumbaba
            en el lugar. “Todos pertenecen a la misma empresa” me señaló uno de
            mis compañeros mientras caminaba por el pasillo, a lo que contesté: “Es
            que tienen un positivo entre los operarios y los dirigen acá para que les
            demos tratamiento y reposo médico”. Fue después de decir esas palabras,
            ante tan dantesco escenario, que entendí que se avecinaba una tormenta,
            seguro de enorme magnitud.

               Entre atención de pacientes con agenda extendida, sumado a extraños
            protocolos que mamá instauró para entrar a casa, el mismo que incluía
            show nudista para vecinos y transeúntes, llegué al final de la semana. Ese
            sábado, durante la mañana, recibimos la notificación de que entrábamos
            en aislamiento desde el día siguiente y regresaríamos en abril, situación
            similar a la de otro centro vecino, puesto que uno de los compañeros había
            dado positivo para Covid-19 y se encontraba en cuidados intensivos.
               Comuniqué  a mi madre,  una mujer  con comorbilidades,  que tenía
            veinte minutos para salir de casa, mientras yo llegaba a desinfectarme y
            recluirme en mi cuarto durante catorce días, sin contacto con el mundo
            externo. Ella no podía quedarse ahí. En las horas siguientes sonó el telé-
            fono, con mi jefe del otro lado de la línea, quien me indicó que la empresa
            que tuvo mis servicios hasta febrero requería mi asistencia con el fin de
            dar seguimiento a los trabajadores sintomáticos, puesto que la doctora
            estaba enferma. Así empezó mi jornada de teletrabajo, con nuevas res-
            ponsabilidades…y también los síntomas.
               Lo que puedo decir sobre el teletrabajo, es que cuando es manejado
            de manera apropiada con directrices y regulaciones funciona. De hecho,
            en otros países, grandes corporaciones llevan años deshaciéndose de ofi-
            cinas. Pero desafortunadamente, el Ecuador no estaba preparado para ese
            cambio; en especial, con la rapidez con la que se dio. Pues, al enviar
            a los trabajadores a los domicilios, la jornada laboral se extendió por
            sobre lo establecido de manera acostumbrada. Pero eso es “harina de
            otro costal”. Así durante este tiempo dejé de tener tiempo personal y mis
            días se dividían entre informes y las llamadas impromptu de los jefes de
            seguridad de la empresa.


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