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Los síntomas comenzaron  ese domingo con un dolor de garganta
               común y corriente, y fue la única vez lo sentí. Paracetamol para tal efecto
               y desapareció. Para el jueves me sentía peor, la fiebre incrementa, con-
               virtiéndose en mi inseparable compañera durante los diez días siguientes.
               El viernes pedí permiso, ya era inmanejable, puesto que el cansancio
               era fuerte, el escalofrío atroz, la medicación solo hacía efecto por cuatro
               horas. Tuve que recurrir a medios físicos para reducir la fiebre; inclusive,
               mi hermano al sol de hoy, meses después, todavía se asusta al escucharme
               tomar un baño en la madrugada.
                  Ese sábado fue la peor noche. Aunque la saturación de oxígeno no
               bajaba de noventa y tres por ciento, caminar los diez pasos de la cama
               al baño era una tarea titánica por la dificultad respiratoria. La opresión
               que sentía en pecho y espalda, producto del dolor y la congestión, no es
               una experiencia para nada agradable; sentía que me rompía. En conse-
               cuencia, le pedí a mi hermano que me lleve al hospital, quien se negó
               rotundamente, diciéndome que “es un ataque de ansiedad”. Me preparó
               una olla de agua caliente para vaporización y me llevó a caminar al patio
               de la casa. Junto a papá, habían visto la diversidad historias que los no-
               ticieros presentaban, por eso no querían llevarme. En el malestar, lo en-
               tendí. Días después una amiga, trabajadora de una casa de salud me dijo:
               “Quédate en casa lo que más puedas. Acá te complicarás más rápido
               porque la carga viral es muy grande y la gente se está muriendo. Te vas
               a deprimir”.
                  De alguna manera sobreviví ese fin de semana. El lunes regresé al
               trabajo, vía telemedicina, lo que preferí antes que el trabajo como ocu-
               pacional, pero la empresa exigía mi reintegro pese a que mi reemplazo
               era alguien con mucha más experiencia que yo. Además ese miércoles
               tenía cita programada para una tomografía de tórax, la cual confirmaría
               más tarde el diagnóstico de neumonía por Covid-19. La dificultad para
               respirar no estaba en mi mente y definitivamente no era ansiedad.
                  Ese día llamé a mi jefe y oficialmente, entré a permiso médico. Le
               envié las imágenes para que las vea; de hecho, imágenes como esas en
               otras  épocas  se  traducían  en  ingreso  hospitalario,  pero  dada  la  emer-
               gencia y el colapso del sistema de salud era imposible, sin que importe
               estatus social, contactos o un buen seguro privado. No había camas, nada
               que hacer.
                  Me quede en casa con tanques de oxígeno, medicación por vía oral,
               con mi hermano y mi teléfono celular como compañía. Es interesante ver
               cómo evolucionó el tratamiento de esta enfermedad, pues la medicación
               que antes era considerada como salvavidas, en menos de un mes se con-
               virtió en obsoleta. Sólo sé, que con cada píldora de hidroxicloroquina,
               sentía que jugaba a la ruleta rusa, con miedo de los efectos colaterales.
               Aún faltarían cinco días más para que la fiebre desaparezca.

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