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que le dio: “Donde todos somos hermanos y hermanas” entonces reí
porque algo de todo lo que describía era imaginable para mí y sentí que
había una conexión entrañable.
Al no escuchar bien con el equipo de protección personal y al no
saber ella quién era yo, sentía que mi señora bonita hablaba como para sí,
alegrándose al recordar los momentos de su niñez. Levanté la voz para
que me escuche, puesto que su pérdida de audición era inminente, con el
claro objetivo de preguntarle dónde quedaba ese mágico lugar, pero al
ver sus lágrimas caer no insistí.
Mi señora bonita no era fan de estar poco activa, pues su vida había
sido tan productiva que insistía en que ella deambularía por su cuenta en
el espacio de su sala, así que me dijo: “Ya mañana me voy a mi casa” con
absoluta seguridad mientras bebía su agua milagrosa. Luego me pidió
que la acompañe a orar, invitación que acepté gustosa, y acordamos que
yo diría las palabras para conversar con aquella fuerza suprema, pidiendo
que ella sanara, dados el agotamiento y cansancio que presentaba por la
dificultad respiratoria. Era mi guardia nocturna de doce horas; y, a pesar
de los demás pacientes que necesitaban mis cuidados, me di un tiempo
más para vigilar que duerma con la calma que ella quería hacerlo al salir
del hospital. A sus noventa y nueve años estaba tan lúcida que era fuente
de admiración, más al mantener una charla tan hermosa y sostenida.
Al amanecer me despedí esperando no verla en mi próximo turno,
no porque no quisiera que eso suceda, sino porque en realidad quería
que reciba el alta y se retire a su casa a vivir, tal vez, otro siglo más. Mi
señora bonita, miembro de una familia numerosa de nietos y bisnietos,
que esperaban por ella, siempre preguntó por sus hijos, pues sabía que
ellos estaban en primera planta esperando. Con la alta lista, mi corazón
se llenó de emoción.
No quería quedarme con la curiosidad sobre su lugar de nacimiento
e infancia, entonces aproveché la presencia familiar para averiguar tan
intrigante dato, puesto que yo tenía una clara imagen, a detalle, del lugar.
Ellos, un poco escépticos sobre el diagnóstico de recuperación y aban-
dono del hospital, tampoco pudieron contestar mi pregunta, entonces me
entregaron la cédula de ciudadanía para tal efecto. Al leerla, corroboré
que a pesar del tiempo y la ciudad donde nos encontramos, habíamos
vivido los mismos atardeceres y mañanas celestiales en el mismo lugar;
ambas nacimos en el mimo pedacito de cielo, Mi Celestial.
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