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Al final del día, la pregunta recurrente e inevitable “¿Me habré con-
            tagiado?” y para encontrar la respuesta, ya en casa, hago un recuento de
            las actividades realizadas al tiempo que empiezo el exhaustivo protocolo
            de desinfección. Temo por mi familia, quienes son mi inspiración para
            seguir. Mis hijos, esperan mi llegada a casa y no poder abrazarlos resulta
            doloroso y complicado. A la larga, es por el bien de todos.
               Sin embargo, pasó lo que tanto temía. Una noche escuché toser a mi
            madre, la misma que no era esporádica como consecuencia del frío o el
            polvo. Era seca, casi asfixiante, seguida de mareo y debilidad. El enemigo
            entró a mi fortaleza y me clavó a tierra, al pensar que todo el esfuerzo,
            la rigurosidad y las medidas no fueron suficientes y bastó un instante, un
            segundo, para que aparezca. Entonces al miedo, lo acompañan la duda
            y la culpa, es lo que sentí, pensando que yo era el motivo y causa del
            contagio de mamá.
               Desde ese episodio solo han seguido días de insomnio en casa, con-
            finada con ella convirtiéndome en algo más que su hija: su veladora, vi-
            gilando sigilosamente sus síntomas y que su respiración no se detenga,
            al depender del oxígeno administrado por dispositivo, cuya mascarilla
            ahora es parte de su rostro. Ahora estamos las dos en este cuarto, aisladas,
            y mientras le doy medicina, escribo estas líneas.
               Cuidar a un enfermo es muy difícil, hago lo mejor que puedo. Sentí la
            derrota sobre mí, al verla cansada y con su voz apagada, aunque se daba
            modos de decirme que estaba bien. Le repetía que no se rinda porque
            viene  por delante  mucho  tiempo que compartir  y disfrutar. Seguimos
            aquí, nos sentimos diferentes. Aun con miedo de lo desconocido, pero va-
            lientes, algo débiles, pero firmes y la más grande reflexión es que, como
            sociedad, necesitamos dejar de ser ciegos, sordos y mudos en relación a
            lo que sucede alrededor. El virus me ha enseñado, en carne propia, que
            el cuidado y la protección no son negociables y que nadie se salva solo;
            tenemos que ayudarnos entre todos.





















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