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hijo, o esposo de alguien. ¡Qué me iba a imaginar que el momento en que
todos en mi familia seríamos pacientes había llegado!
Me pongo la mascarilla para ver a mi mamá. Entro a su habitación
y lo primero que veo es su velador lleno de medicamentos, mismos que
nos administra a todos. Está en su décimo día de síntomas y me dice que
se siente mejor, aún acostada, con mirada de angustia y ojos llorosos,
cuadro que percibo desde hace algunos días. Extraño su mirada alegre y
su perenne optimismo, porque es la que siempre nos anima, en cualquier
circunstancia, pero esta vez es mi turno de mantener la compostura para
reconfortarla. Ella que ha sido enfermera y mamá por más de veinte y
cinco años, siente que la situación se le va de las manos y no quiere
pensar en el futuro. Ninguno de nosotros.
Después, voy por mi padre que se ha levantado como todas las ma-
ñanas a ayudarle a mi abuela, su mamá, quien casi a sus noventa años no
ha presentado síntomas. Ella dice que no sabe en qué día se encuentra y
mi padre responde que él tampoco. Percibo el miedo en papá, su conster-
nación e impotencia, porque siente que esta pandemia podría quitarle a su
familia. Él como doctor, mi modelo a seguir desde pequeña sabe que su
madre es la que más riesgo corre, al tiempo que se niega a reconocer que
también está infectado, aunque la tos y el dolor de espalda son notorios.
Como buen médico, pretende ser fuerte e invencible.
Por último, mis hermanas, todavía siguen plácidamente dormidas.
Durante el confinamiento han tenido que soportar más que nada, el en-
cierro y el aburrimiento. Ellas son espectadoras, son las que menos ad-
vierten del limbo en el que nos encontramos y las que más anhelan que
vuelva a la normalidad de la que disfrutaban, y no se dan cuenta que todo
ha cambiado, que el mundo después de la pandemia es desconocido y
ciertamente desconcertante.
Una de ellas, hace un par de días tuvo dolor de cabeza y falta de aire,
razón por la que debí llevarla al hospital. Temía ver los resultados de
sus exámenes y me desesperaba la idea de que quizás debía quedarse
en un cuarto frío de hospital sin poder recibir visitas, sintiendo soledad,
angustia y desesperanza. Ella por otro lado solo esperaba y me obser-
vaba, veía recaer en mí su anhelo, confiaba en que al estar conmigo todo
resultaría bien.
Voy a la cocina con mis perros, me hago un pequeño desayuno con
manzana, yogurt y miel. Muerdo, mastico, trago, no logro saborear el
dulce; preparo un café sin percibir el olor. Mi otra hermana, la más op-
timista de nosotras se me une y con entusiasmo me cuenta sobre su pro-
yecto universitario.
Vuelvo a mi cuarto para recostarme, porque siento dolor en el pecho;
noto un poco de fiebre y agotamiento. Pienso en la última paciente que
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