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MÁS QUE UN VIRUS
Por: Md. Rosa López
Cuenta la historia sobre innumerables pandemias a lo largo del tiempo,
que han provocado verdaderos cambios, transformando a la sociedad y
el curso de la vida misma. Pero ¿Qué hacer cuando te enfrentas a una si-
tuación que solo imaginaste o viste en la más absurda película de ficción?
Es verdad que los médicos y personal de salud nos formamos y es-
tamos “preparados” para enfrentar dichas circunstancias, pero esta idea
utópica va más allá de una simple aplicación de lo aprendido. Aunque es-
tudies a diario por años, que a la suma son miles y miles de horas, nunca
el conocimiento científico será suficiente para plantarse a la vivencia de
una nueva realidad.
Mientras tanto, rondan miles de incógnitas en mi cabeza: “¿Acaso
estoy lista para enfrentarme a esto?” “¿Podré ayudar a la gente?”
“¿Qué debo hacer si no sé cómo actuar?”, “¿Será que lo que aplico es
el tratamiento adecuado para esta enfermedad?”
¿Cómo sentirse bien con uno mismo si hoy se ve beneficioso el uso de
una terapéutica y mañana resulta ser un peligro mortal? ¿Qué es mejor?;
aplicar lo poco que se puede, rogando que no haya complicaciones; o,
quedarse de brazos cruzados y esperar que con las medidas básicas todo
salga bien, mientras el esposo e hijos de la paciente, entre llantos, ponen
la vida de su ser más querido en mis manos.
Pero no es tan fácil como parece. Si bien la profesión médica siempre
se ha tratado de entrega y duras jornadas de trabajo, ahora se suma la
utilización de los equipos de protección personal. Resulta ya trillado ha-
blar de lo extenuante que significa cumplir turnos, con todo el arsenal
de guerra puesto, sin mencionar el reto que significa realizar exámenes
y brindar tratamiento con varios guantes de por medio, visión borrosa y
respiración limitada.
Y luego viene la parte más complicada: ¿Y mi familia?, no considero
ni pensar que por mi culpa se enfermen y en el peor de los casos terminen
hospitalizados, convirtiéndose en víctimas de todo este juego de la na-
turaleza. Al evaluar las cosas, pongo sobre la balanza: “¿Qué tiene más
valor, mi amor al prójimo o a la familia?”. Un nudo fuerza mi garganta
y una sensación de opresión me confirma que es el momento de tomar
decisiones.
Pues sí, tendré que aislarme para cumplir con mi deber moral y pro-
fesional pero también para precautelar el bienestar de mis seres queridos.
Van pasando los días; a diario recibo las llamadas de mis pequeños hijos,
el mayor con su dulce voz me da ánimo, y a su corta edad se muestra
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