Page 271 - Libro Orgullo y Prejuicio
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CAPÍTULO LXI
      El día en que la señora Bennet se separó de sus dos mejores hijas, fue de gran
      bienaventuranza  para  todos  sus  sentimientos  maternales.  Puede  suponerse  con
      qué  delicioso  orgullo  visitó  después  a  la  señora  Bingley  y  habló  de  la  señora
      Darcy. Querría poder decir, en atención a su familia, que el cumplimiento de sus
      más vivos anhelos al ver colocadas a tantas de sus hijas, surtió el feliz efecto de
      convertirla en una mujer sensata, amable y juiciosa para toda su vida; pero quizá
      fue una suerte para su marido (que no habría podido gozar de la dicha del hogar
      en forma tan desusada) que siguiese ocasionalmente nerviosa e invariablemente
      mentecata.
        El señor Bennet echó mucho de menos a su Elizabeth; su afecto por ella le
      sacó de casa con una frecuencia que no habría logrado ninguna otra cosa. Le
      deleitaba ir a Pemberley, especialmente cuando menos le esperaban.
        Bingley y Jane sólo estuvieron un año en Netherfield. La proximidad de su
      madre y de los parientes de Meryton no era deseable ni aun contando con el fácil
      carácter de Bingley y con el cariñoso corazón de Jane. Entonces se realizó el
      sueño  dorado  de  las  hermanas  de  Bingley;  éste  compró  una  posesión  en  un
      condado cercano a Derbyshire, y Jane y Elizabeth, para colmo de su felicidad,
      no estuvieron más que a treinta millas de distancia.
        Catherine, sólo por su interés material, se pasaba la mayor parte del tiempo
      con sus dos hermanas mayores; y frecuentando una sociedad tan superior a la
      que  siempre  había  conocido,  progresó  notablemente.  Su  temperamento  no  era
      tan indomable como el de Lydia, y lejos del influjo de ésta, llegó, gracias a una
      atención  y  dirección  conveniente,  a  ser  menos  irritable,  menos  ignorante  y
      menos insípida. Como era natural, la apartaron cuidadosamente de las anteriores
      desventajas  de  la  compañía  de  Lydia,  y  aunque  la  señora  Wickham  la  invitó
      muchas veces a ir a su casa, con la promesa de bailes y galanes, su padre nunca
      consintió que fuese.
        Mary fue la única que se quedó en la casa y se vio obligada a no despegarse
      de las faldas de la señora Bennet, que no sabía estar sola. Con tal motivo tuvo que
      mezclarse más con el mundo, pero pudo todavía moralizar acerca de todas las
      visitas de las mañanas, y como ahora no la mortificaban las comparaciones entre
      su belleza y la de sus hermanas, su padre sospechó que había aceptado el cambio
      sin disgusto.
        En  cuanto  a  Wickham  y  Lydia,  las  bodas  de  sus  hermanas  les  dejaron  tal
      como estaban. Él aceptaba filosóficamente la convicción de que Elizabeth sabría
      ahora todas sus falsedades y toda su ingratitud que antes había ignorado; pero, no
      obstante,  alimentaba  aún  la  esperanza  de  que  Darcy  influiría  para  labrar  su
      suerte. La carta de felicitación por su matrimonio que Elizabeth recibió de Lydia
      daba  a  entender  que  tal  esperanza  era  acariciada,  si  no  por  él  mismo,  por  lo
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