Page 266 - Libro Orgullo y Prejuicio
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Cuando su madre se retiró a su cuarto por la noche, Elizabeth entró con ella y
le hizo la importante comunicación. El efecto fue extraordinario, porque al
principio la señora Bennet se quedó absolutamente inmóvil, incapaz de articular
palabra; y hasta al cabo de muchos minutos no pudo comprender lo que había
oído, a pesar de que comúnmente no era muy reacia a creer todo lo que
significase alguna ventaja para su familia o noviazgo para alguna de sus hijas.
Por fin empezó a recobrarse y a agitarse. Se levantaba y se volvía a sentar. Se
maravillaba y se congratulaba:
—¡Cielo santo! ¡Qué Dios me bendiga! ¿Qué dices querida hija? ¿El señor
Darcy? ¡Quién lo iba a decir! ¡Oh, Eliza de mi alma! ¡Qué rica y qué importante
vas a ser! ¡Qué dineral, qué joyas, qué coches vas a tener! Lo de Jane no es nada
en comparación, lo que se dice nada. ¡Qué contenta estoy, qué feliz! ¡Qué
hombre tan encantador, tan guapo, tan bien plantado! ¡Lizzy, vida mía,
perdóname que antes me fuese tan antipático! Espero que él me perdone
también. ¡Elizabeth de mi corazón! ¡Una casa en la capital! ¡Todo lo apetecible!
¡Tres hijas casadas! ¡Diez mil libras al año! ¡Madre mía! ¿Qué va a ser de mí?
¡Voy a enloquecer!
Esto bastaba para demostrar que su aprobación era indudable. Elizabeth,
encantada de que aquellas efusiones no hubiesen sido oídas más que por ella, se
fue en seguida. Pero no hacía tres minutos que estaba en su cuarto, cuando entró
su madre.
—¡Hija de mi corazón! —exclamó—. No puedo pensar en otra cosa. ¡Diez
mil libras anuales y puede que más! ¡Vale tanto como un lord! Y licencia
especial, porque debéis tener que casaros con licencia especial. Prenda mía,
dime qué plato le gusta más a Darcy para que pueda preparárselo para mañana.
Mal presagio era esto de lo que iba a ser la conducta de la señora Bennet con
el caballero en cuestión, y Elizabeth comprendió que a pesar de poseer el
ardiente amor de Darcy y el consentimiento de toda su familia, todavía le faltaba
algo. Pero la mañana siguiente transcurrió mejor de lo que había creído, porque,
felizmente, su futuro yerno le infundía a la señora Bennet tal pavor, que no se
atrevía a hablarle más que cuando podía dedicarle alguna atención o asentir a lo
que él decía.
Elizabeth tuvo la satisfacción de ver que su padre se esforzaba en intimar con
él, y le aseguró, para colmo, que cada día le gustaba más.