Page 9 - La noche se hacía cada vez mas cerrada
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normal. Mientras que para sus hijos, de diecinueve y diecisiete, y para Cristina de cuarenta y
siete, el paso de los años destacaba la inconfundible marca del tiempo. En él, ese hecho no
se manifestaba, y eso era algo que lo había comenzado a angustiar tanto o más que el
sentimiento que le había provocado su cercanía a los cuarenta años. No solamente no podía
tolerar ver como sus hijos se acercaban a su edad y como su mujer se alejaba de ella, sino
que era algo tan notorio, que se había tornado insostenible quedarse junto a ellos. Fue por
ello que un día decidió preparar su equipaje y mudarse donde no lo conocieran, dejando su
familia, su trabajo, y todo su entorno.
Su vida se había transformado en un infierno. Sin trabajo, sin hogar, sin dinero. Estuvo a
punto de perder la cordura varias veces. Dormía donde podía, comía lo que encontraba. Se
había convertido en un vagabundo, y aunque por decisión propia, simplemente fue porque
no tuvo otro camino. A pesar de ello, nunca se había alejado lo suficiente; vivía para espiar
la evolución de los suyos, y lloraba cada vez que lo hacía
Para su familia, sin más, había desaparecido. Se lloró su pérdida durante mucho tiempo, y
aunque las heridas cicatrizaron, jamás se lo olvidó. Pasaron los años. Su mujer murió de
anciana. Sus hijos se hicieron mayores, y también les llegó la hora.
Leandro fue uno de los hombres más infelices que pudo haber existido en esta tierra. Maldijo
una y mil veces su temor a la vejez, y entre mitad cuerdo y mitad loco, le pidió a Dios que lo
llevara junto a los suyos.
Alguien lo encontró muchos años después, sin vida, tirado en un campo cercano, mirando
hacia el cielo, con los ojos abiertos, y apretando en su puño derecho, un pequeño objeto de
piedra color rubí.
—Pobre hombre —dijo el extraño — ¡Y tan joven...!
FIN
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