Page 204 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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por las excelentes cualidades que era capaz de manifestar. Abrigué pensamientos
elevados de honor y de abnegación. Pero ahora el crimen me ha degradado por debajo
de las más ruines alimañas. Ninguna culpa, ningún daño, ninguna maldad, ninguna
desdicha pueden compararse a la mía. Cuando examino el espantoso inventario de
mis pecados, no logro convencerme de que soy la misma criatura cuyo pensamiento
estuvo en otro tiempo lleno de visiones sublimes y trascendentes sobre la belleza y la
majestad del bien. Pero es así: el ángel caído se convierte en demonio de maldad. Sin
embargo, incluso ese enemigo de Dios y del hombre tuvo amigos y aliados en su
desolación; en cambio yo estoy solo.
»Tú, que te dices amigo de Frankenstein, pareces conocer mis crímenes y sus
desventuras. Pero los detalles que él te haya contado no pueden resumir las horas y
meses de desdicha que he sufrido consumiéndome en pasiones impotentes. Pues
aunque destruía sus esperanzas, no satisfacía mis propios deseos, siempre ardientes y
devoradores; anhelaba el amor y la compañía, y sin embargo era despreciado. ¿No es
injusticia eso? ¿Debo ser considerado el único criminal, cuando toda la humanidad ha
pecado contra mí? ¿Por qué no odias a Félix, que arrojó injustamente de su puerta al
amigo? ¿Por qué no maldices al rústico que trató de matar al que había salvado a su
hijita? ¡No, esos son seres virtuosos e inmaculados! ¡Yo, el miserable, el abandonado,
soy un aborto al que hay que despreciar y arrojar y pisotear! Aun ahora me hierve la
sangre al recordar esta injusticia.
»Pero es cierto que soy un desdichado. He asesinado a seres encantadores e
indefensos; he estrangulado a inocentes criaturas mientras dormían, y he apretado la
garganta de quien no me había hecho daño a mí ni a ser humano alguno. He
arrastrado a mi creador —el ejemplo más selecto de cuantos son merecedores de
amor y admiración— a la desdicha; le he perseguido hasta esta ruina irremediable.
Ahí yace, blanco y frío por la muerte. Y tú me odias también; pero tu odio no puede
compararse al que siento yo cuando me miro a mí mismo. Contemplo estas manos
que han ejecutado tantos crímenes; pienso en mi imaginación que los concibió, y
ansío que llegue el momento en que no vuelva a verme más las manos, y no vuelva a
agobiarme más mi imaginación.
»No temas, no volveré a ser el instrumento de nuevas maldades. Mi obra casi ha
terminado. No hace falta tu muerte, ni la de ningún otro hombre, para que concluya la
serie de crímenes y se cumpla lo que se debe cumplir; pero sí hace falta la mía. No
creas que tardaré en llevar a cabo mi sacrificio. Abandonaré tu barco en el témpano
que me ha traído hasta aquí y buscaré la extremidad más nórdica del globo; construiré
una pira funeraria y reduciré a cenizas este cuerpo miserable, para que sus restos no
proporcionen luz alguna al curioso y desdichado profano que pretenda crear otro ser
como yo. Moriré. No sentiré más las agonías que ahora me consumen ni seré presa de
sentimientos insatisfechos. Ha muerto el que me llamó a la vida; cuando yo no exista,
se desvanecerá muy pronto el recuerdo de nosotros dos. Ya no veré el sol ni las
estrellas, ni sentiré jugar el viento en mis mejillas. Desaparecerán la luz, la
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