Page 202 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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entenebrece  el  espíritu.  Pero  seguimos  rumbo  a  Inglaterra;  quizá  encuentre  ahí
           consuelo.
               Me  interrumpen.  ¿Qué  significan  esos  ruidos?  Es  medianoche;  la  brisa  sopla
           mansamente y la guardia de cubierta apenas se mueve. Otra vez oigo como un rumor

           de  voz  humana,  aunque  muy  áspera;  proviene  del  camarote  donde  descansan  los
           restos de Frankenstein. Iré a ver. Buenas noches, hermana.
               ¡Dios  mío!  ¡Qué  escena  acaba  de  ocurrir!  Aún  me  siento  estupefacto  de  la
           impresión. No sé si voy a ser capaz de detallarla; pero la historia que he consignado

           aquí quedaría incompleta sin esta catástrofe prodigiosa y final.
               Entré en el camarote donde yacen los restos de mi infortunado amigo. Inclinada
           sobre  él  había  una  figura  que  no  me  es  posible  describir  con  palabras:  tenía  una
           estatura gigantesca, aunque de proporciones roscas y deformes. En su postura, unos

           largos y descuidados mechones le ocultaban el rostro; pero tenía extendida una mano
           inmensa, semejante en color y textura a las de una momia. Al oírme, dejó de proferir
           exclamaciones de pesar y de horror, y saltó hacia la ventana. Jamás he contemplado
           una visión más horrible que su rostro, de una fealdad repugnante y espantosa. Cerré

           los ojos involuntariamente y me esforcé en tener presente mi deber con respecto a
           este destructor. Le ordené que se detuviera.
               Se quedó mirándome con extrañeza; luego se volvió otra vez hacia el cuerpo sin
           vida de su creador, como ignorando mi presencia. Cada una de sus facciones y gestos

           parecía animada por la furia de una pasión incontrolable.
               —¡Esa es también víctima mía! —exclamó—. Con su muerte, mis crímenes han
           concluido; la miserable serie ha llegado a su fin. ¡Ah, Frankenstein! ¡Ser generoso y
           abnegado!  ¿De  qué  me  sirve  ahora  pedirte  que  me  perdones?  ¿A  mí,  que

           irreverentemente  te  he  destruido  a  ti  y  a  cuanto  amabas?  ¡Ay!  Pero  está  frío  y  no
           puede contestar.
               Parecía  que  se  le  ahogaba  la  voz;  y  mi  primer  impulso,  que  me  decía  que

           cumpliese lo que mi amigo me había pedido en la agonía y destruyese a su enemigo,
           quedó en suspenso a causa de una mezcla de curiosidad y de compasión. Me acerqué
           a este ser tremendo; no me atrevía a alzar los ojos hacia su rostro. Había algo terrible
           y  extraterreno  en  su  fealdad.  Traté  de  hablar,  pero  las  palabras  murieron  en  mis
           labios.  El  monstruo  siguió  profiriendo  feroces  e  incoherentes  reproches  sobre  sí

           mismo. Por último, en una pausa de su pasión tempestuosa, hice acopio de resolución
           para hablarle.
               —De nada sirve tu arrepentimiento —dije—. Si hubieses escuchado la voz de la

           conciencia  y  hecho  caso  de  las  llamadas  del  remordimiento,  antes  de  llevar  tu
           diabólica venganza hasta este extremo, Frankenstein aún viviría.
               —¿Acaso sueñas? —dijo el demonio—. ¿Crees que he sido insensible a la agonía
           y al remordimiento? Él —prosiguió, señalando el cadáver— no sufrió cuando llevó a
           cabo su hazaña. ¡Ah! Durante los morosos detalles de su ejecución no sufrió ni la

           diezmilésima  parte  de  la  angustia  que  he  sufrido  yo.  Un  egoísmo  espantoso  me



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