Page 198 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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ayuda, pero no puedo brindarles ninguna. Hay algo espantoso en nuestra situación.
Sin embargo, el valor y la esperanza no me abandonan. Pero es terrible pensar que la
vida de todos estos hombres corre peligro por mi causa. Si estamos perdidos, la culpa
la tendrán mis locos proyectos.
¿Cuál será, Margaret, tu estado de ánimo? No te enterarás de mi muerte y
esperarás ansiosa mi regreso. Pasarán años; tendrás momentos de desesperación, y no
obstante, te torturará la esperanza. ¡Ah, querida hermana mía!, me resulta más terrible
la angustia que sentirás al ir perdiendo la esperanza que mi propia muerte. Pero tú
tienes un esposo y unos hijos adorables; puedes ser feliz. ¡Que el cielo te bendiga y
permita que lo seas!
Mi desventurado huésped me mira con la más tierna compasión. Se esfuerza en
infundirme esperanzas y habla como si la vida fuese un don que él estimase. Me
recuerda con cuánta frecuencia han sucedido estas mismas vicisitudes a los
navegantes que se aventuraron por estos mares; y a pesar de mí mismo, me llena de
alentadores augurios. Incluso los marineros sienten el poder de su elocuencia; cuando
él les habla, olvidan la desesperación y recobran sus energías; y mientras escuchan su
voz, miran estos gigantescos icebergs como si fuesen toperas que fueran a
desvanecerse por voluntad del hombre. Pero esta euforia es pasajera; cada día que
transcurre sin que acontezca ningún cambio, les aumentan los recelos, y casi temo
que esta desesperación les empuje al amotinamiento.
5 de septiembre
Acaba de ocurrir una escena de tan inusitado interés que aunque es muy probable que
estos papeles no lleguen a ti jamás, no puedo por menos de consignarla.
Aún estamos cercados por los icebergs y en inminente peligro de ser aplastados si
chocan entre sí. El frío es excesivo, y muchos de mis infortunados camaradas ya han
encontrado su sepultura en este escenario desolado. La salud de Frankenstein mengua
de día en día; un fuego febril parpadea todavía en sus ojos, pero se encuentra
agotado; y si de pronto hace algún esfuerzo, se hunde después en la más completa
apatía.
En mi última carta te hablaba de mis temores de que hubiese un motín. Esta
mañana, mientras observaba el pálido rostro de mi amigo —tenía los ojos medio
cerrados y los brazos le colgaban con abandono—, me han despabilado media docena
de marineros que pedían permiso para entrar en el camarote. Han entrado, y el que
venía a la cabeza se ha dirigido a mí. Dijo que él y sus compañeros habían sido
elegidos por los demás marineros para venir a mí en delegación, con objeto de
hacerme una petición a la que, en justicia, no me podía negar. Estábamos
emparedados por el hielo, y quizá no escaparíamos jamás; pero temían que, si el hielo
se deshacía y se abría un acceso, cosa que era probable, fuera yo lo bastante temerario
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