Page 198 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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ayuda, pero no puedo brindarles ninguna. Hay algo espantoso en nuestra situación.
           Sin embargo, el valor y la esperanza no me abandonan. Pero es terrible pensar que la
           vida de todos estos hombres corre peligro por mi causa. Si estamos perdidos, la culpa
           la tendrán mis locos proyectos.

               ¿Cuál  será,  Margaret,  tu  estado  de  ánimo?  No  te  enterarás  de  mi  muerte  y
           esperarás ansiosa mi regreso. Pasarán años; tendrás momentos de desesperación, y no
           obstante, te torturará la esperanza. ¡Ah, querida hermana mía!, me resulta más terrible
           la angustia que sentirás al ir perdiendo la esperanza que mi propia muerte. Pero tú

           tienes un esposo y unos hijos adorables; puedes ser feliz. ¡Que el cielo te bendiga y
           permita que lo seas!
               Mi desventurado huésped me mira con la más tierna compasión. Se esfuerza en
           infundirme  esperanzas  y  habla  como  si  la  vida  fuese  un  don  que  él  estimase.  Me

           recuerda  con  cuánta  frecuencia  han  sucedido  estas  mismas  vicisitudes  a  los
           navegantes que se aventuraron por estos mares; y a pesar de mí mismo, me llena de
           alentadores augurios. Incluso los marineros sienten el poder de su elocuencia; cuando
           él les habla, olvidan la desesperación y recobran sus energías; y mientras escuchan su

           voz,  miran  estos  gigantescos  icebergs  como  si  fuesen  toperas  que  fueran  a
           desvanecerse por voluntad del hombre. Pero esta euforia es pasajera; cada día que
           transcurre sin que acontezca ningún cambio, les aumentan los recelos, y casi temo
           que esta desesperación les empuje al amotinamiento.





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           Acaba de ocurrir una escena de tan inusitado interés que aunque es muy probable que
           estos papeles no lleguen a ti jamás, no puedo por menos de consignarla.

               Aún estamos cercados por los icebergs y en inminente peligro de ser aplastados si
           chocan entre sí. El frío es excesivo, y muchos de mis infortunados camaradas ya han
           encontrado su sepultura en este escenario desolado. La salud de Frankenstein mengua

           de  día  en  día;  un  fuego  febril  parpadea  todavía  en  sus  ojos,  pero  se  encuentra
           agotado; y si de pronto hace algún esfuerzo, se hunde después en la más completa
           apatía.
               En  mi  última  carta  te  hablaba  de  mis  temores  de  que  hubiese  un  motín.  Esta
           mañana,  mientras  observaba  el  pálido  rostro  de  mi  amigo  —tenía  los  ojos  medio

           cerrados y los brazos le colgaban con abandono—, me han despabilado media docena
           de marineros que pedían permiso para entrar en el camarote. Han entrado, y el que
           venía  a  la  cabeza  se  ha  dirigido  a  mí.  Dijo  que  él  y  sus  compañeros  habían  sido

           elegidos  por  los  demás  marineros  para  venir  a  mí  en  delegación,  con  objeto  de
           hacerme  una  petición  a  la  que,  en  justicia,  no  me  podía  negar.  Estábamos
           emparedados por el hielo, y quizá no escaparíamos jamás; pero temían que, si el hielo
           se deshacía y se abría un acceso, cosa que era probable, fuera yo lo bastante temerario




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