Page 194 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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que solo el eterno y ardiente sentimiento de una justa retribución me ha permitido
           soportar. Inmensas y accidentadas montañas de hielo se interponían con frecuencia en
           mi  camino,  y  a  menudo  oía  el  rugir  de  las  aguas  embravecidas  que  amenazaba
           destruirme. Pero volvían las heladas, y hacían seguros los senderos del mar.

               Por la cantidad de provisiones consumidas pude calcular que llevaba tres semanas
           viajando  de  este  modo;  entretanto,  el  continuo  aplazamiento  de  las  esperanzas  me
           arrancaba amargas lágrimas de desaliento y pesar. Casi se había adueñado de mí la
           desesperación de forma definitiva, y no habría tardado en hundirme bajo el peso de

           esta desdicha. Una vez —después de que los pobres animales subieran con increíble
           trabajo a la cima de una pronunciada montaña de hielo, muriendo uno de ellos en el
           esfuerzo—,  contemplaba  yo  con  angustia  la  vasta  extensión  que  se  abría  ante  mí,
           cuando súbitamente mis ojos divisaron un punto negro en la oscura llanura. Forcé la

           mirada  tratando  de  averiguar  qué  podía  ser  y  proferí  un  grito  de  entusiasmo  al
           distinguir un trineo y el desmesurado tamaño de la conocida silueta que lo tripulaba.
           ¡Ah! ¡Con qué ardor volvió la esperanza a inundarme el corazón! Los ojos se me
           llenaron de cálidas lágrimas, que me apresuré a enjugar para que no impidiesen la

           visión del demonio; pero las ardientes gotas siguieron emborronándome su imagen,
           hasta que, cediendo a las emociones que me oprimían, sollocé audiblemente.
               Pero  este  no  era  momento  para  dilaciones;  desembaracé  a  los  perros  de  su
           compañero muerto, les di una abundante ración de comida, y tras un descanso de una

           hora,  absolutamente  necesario,  aunque  enojoso  para  mí,  proseguí  la  marcha.  Aún
           divisaba  el  trineo  de  mi  enemigo,  y  no  volví  a  perderlo  de  vista  salvo  en  algún
           instante  en  que  lo  ocultaba  alguna  roca  de  hielo.  Efectivamente,  iba  ganándole
           terreno de forma perceptible; y cuando, después de casi dos días de marcha, divisé al

           demonio a no más de una milla, el corazón pareció saltárseme del pecho.
               Pero ahora, cuando parecía que tenía a mi enemigo al alcance de la mano, mis
           esperanzas se apagaron súbitamente, perdiendo su rastro por completo, como no me

           había sucedido antes. Se oyó una marejada de fondo, el tronar de su avance: las aguas
           se  ondularon  y  se  hincharon  por  debajo  de  mí,  volviéndose  por  momentos  más
           inquietantes y terribles. Forcé la marcha, aunque de nada servía. Se había levantado
           viento. Rugió el mar; y, como sacudida por la fuerza poderosa de un terremoto, la
           helada superficie se hendió y resquebrajó con un rugido tremendo y ensordecedor. La

           acción terminó enseguida; a los pocos minutos un mar tumultuoso se agitaba entre mi
           enemigo y yo. Me quedé flotando a la deriva sobre un témpano que menguaba por
           momentos, preparándome de este modo a una muerte espantosa para mí.

               Así  transcurrieron  unas  horas  espantosas;  se  me  murieron  varios  perros,  y  yo
           mismo estaba a punto de sucumbir a causa de tantas privaciones, cuando divisé este
           barco fondeado que me ofrecía esperanzas de socorro y de vida. No tenía idea de que
           los  barcos  llegasen  tan  al  norte,  y  su  presencia  me  dejó  asombrado.  Destruí
           rápidamente parte de mi trineo para construir unos remos, y por este medio, aunque

           con infinita fatiga, fui capaz de desplazar mi balsa de hielo en dirección a su barco.



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