Page 190 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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Capítulo XXIV
Mi situación era tal que me imposibilitaba y anulaba todo pensamiento sereno. Me
sentía dominado por el furor; solo la venganza me calmaba y me daba fuerzas,
modelaba mis sentimientos y me permitía ser frío y calculador en momentos en que,
de no haber sido así, el delirio o la muerte habrían hecho presa en mí.
Mi primera decisión fue abandonar Ginebra para siempre; mi país, al que tanto
quería cuando era feliz, me resultaba odioso ahora en la adversidad. Cogí algún
dinero, además de unas cuantas joyas que habían pertenecido a mi madre, y me
marché.
Y así empecé una vida errabunda que no concluirá sino con mi vida. He recorrido
una vasta porción de la tierra y he soportado todas las penalidades que puede padecer
un viajero en los desiertos y países bárbaros. No sé cómo he logrado sobrevivir;
muchas veces he tendido mis desfallecidos miembros en la arena en espera de que
llegara la muerte. Pero la venganza me mantenía vivo; no me atrevía a morir y dejar
con vida a mi adversario.
Cuando salí de Ginebra, la primera tarea que me impuse fue descubrir alguna
clave que revelase los pasos de mi infernal enemigo. Pero no tenía un plan concreto y
vagué muchas horas por las afueras de la ciudad sin saber qué camino seguir. Al caer
la noche me encontré en la entrada del cementerio donde descansaban William,
Elizabeth y mi padre. Entré y me acerqué al lugar donde estaban sus sepulturas. Todo
permanecía en silencio, salvo las hojas de los árboles que el viento agitaba
mansamente; la noche casi había cerrado, y el paraje resultaba solemne y
conmovedor. Los espíritus de los difuntos parecían agitarse en torno a mí y proyectar
una sombra apenas presentida a mi alrededor.
El profundo dolor que este lugar me produjo al principio dio paso a la furia y la
desesperación. Ellos habían muerto, mientras que yo estaba con vida; su asesino vivía
también. Pero yo debía seguir arrastrando mi existencia para destruirle. Me arrodillé
en la hierba, besé la tierra, y exclamé con labios trémulos:
—¡Juro por la tierra sagrada en la que estoy arrodillado, por los espectros que
vagan a mi alrededor, por este dolor profundo y eterno que siento, y por ti, oh Noche,
y los espíritus que te presiden, que perseguiré al demonio que ha ocasionado este
infortunio hasta que perezcamos él o yo en una lucha a muerte! Solo con este
propósito conservaré la vida; para ejecutar esta venganza volveré a ver el sol y a
hollar la verde hierba de la tierra, que de otro modo se borrarían de mi vista para
siempre. A vosotros apelo, espíritus de los muertos, y a vosotros, ministros
errabundos de la venganza, para que me ayudéis y me guieis en esta empresa. Que
ese monstruo infernal y maldito apure hasta las heces el cáliz de la agonía, y sienta la
desesperación que a mí me atormenta ahora.
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