Page 192 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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con  el  dinero  que  llevaba  conmigo  y  repartía  entre  ellos;  en  cuanto  a  la  caza  que
           mataba,  reservaba  un  pequeño  trozo  para  mí,  y  daba  el  resto  a  aquellos  que  me
           prestaban fuego y útiles para cocinar.
               Aquel  género  de  vida  me  resultaba  efectivamente  odioso,  y  solo  durmiendo

           alcanzaba  alguna  satisfacción.  ¡Oh,  bendito  sueño!  A  menudo,  cuando  más
           desdichado me sentía, me sumía en el descanso, y los sueños me sosegaban hasta el
           arrobamiento. Los espíritus que velaban por mí me concedían esos momentos —o
           más bien horas— de felicidad durante las cuales recobraba fuerzas para cumplir mi

           peregrinación.  Sin  esta  tregua,  me  habría  derrumbado  bajo  el  peso  de  tantas
           penalidades. Durante el día me sostenía y alentaba la esperanza de la noche: pues en
           esos sueños veía a mis seres queridos, a mi esposa y a mi amado país; contemplaba
           nuevamente el rostro bondadoso de mi padre, oía los acentos argentinos de Elizabeth,

           y veía a Clerval lleno de vida y de juventud. A menudo, cuando me sentía cansado
           por la dura marcha, trataba de convencerme de que estaba soñando, y de que cuando
           llegara la noche gozaría de la realidad en brazos de mis más queridos seres. ¡Qué
           afecto más profundo y doloroso sentía por ellos! ¡Cómo me aferraba a sus imágenes

           inolvidables que a veces me visitaban en mis horas vigiles convenciéndome de que
           aún vivían! En tales momentos la venganza que me abrasaba moría en mi corazón, y
           proseguía mi camino para destruir al demonio, más como una empresa impuesta por
           el cielo, como el impulso mecánico de una fuerza de la cual era inconsciente, que

           como el ardiente deseo de mi alma.
               No  sé  cuáles  eran  los  sentimientos  de  aquel  a  quien  perseguía.  A  veces,
           efectivamente, dejaba señal de su paso escribiendo en las cortezas de los árboles o en
           las piedras, a fin de guiarme y hostigar mi furia. «Mi dominio aún no ha concluido —

           rezaba una de aquellas inscripciones—; vives, y mi poder es completo. Sígueme; voy
           en busca de los hielos eternos del norte, donde sentirás el suplicio de los fríos y de la
           helada, a los que soy insensible. Cerca de este lugar encontrarás, si no te demoras,

           una liebre muerta; come, y repón tus fuerzas. Adelante, enemigo mío; aún no hemos
           puesto a prueba nuestras vidas; pero habrás de soportar muchas horas de privaciones
           y dolor hasta que llegue ese momento».
               ¡Demonio escarnecedor! Una vez más juro venganza; una vez más me consagró a
           tu persecución, engendro miserable, para torturarte y matarte. Jamás abandonaré esta

           búsqueda, hasta que perezcamos él o yo; entonces, con qué éxtasis me reuniré con
           Elizabeth y mis amigos difuntos, que ahora preparan la recompensa a mi penosa y
           horrible peregrinación.

               A medida que avanzaba hacia el norte, las nevadas iban espesando, y el frío se
           volvía casi demasiado riguroso para poder soportarlo. Los campesinos se encerraban
           en sus cabañas y solo los más osados se atrevían a cazar los animales que salían de
           sus escondrijos en busca de presa, obligados por el hambre. Los ríos estaban helados
           y no era posible pescar, lo que me privaba de mi principal recurso.

               El triunfo de mi enemigo aumentaba con la dificultad de mis esfuerzos. Una de



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