Page 187 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
P. 187
estaba perplejo, inmerso en una nube de estupefacción y de horror. La muerte de
William, la ejecución de Justine, el asesinato de Clerval y finalmente el de mi esposa;
en aquel momento no sabía si los últimos seres que me quedaban se encontraban a
salvo de la malignidad del demonio; tal vez mi padre estaba ahora retorciéndose bajo
sus garras, con Ernest muerto a sus pies. Esta idea me hizo estremecer y me llamó a
la acción. Me levanté de un salto y decidí regresar a Ginebra lo más rápidamente
posible.
No había caballos disponibles, por lo que tenía que cruzar el lago; pero los
vientos soplaban en contra y la lluvia caía torrencialmente. Sin embargo, estaba
amaneciendo y tenía la esperanza de llegar al anochecer. Contraté a unos hombres
para que remasen, y yo mismo me cogí a un remo, ya que el ejercicio corporal
siempre me había aliviado de mis sufrimientos morales. Pero la infinita desdicha que
ahora soportaba, y el exceso de agitación que me dominaba, me incapacitaban para
efectuar esfuerzo alguno. Solté el remo; y apoyando la cabeza sobre las manos, me
dejé llevar por todos los pensamientos tenebrosos que me embargaban. Si levantaba
la vista veía los paisajes familiares de mis tiempos felices, los cuales había llegado a
contemplar tan solo un día antes en compañía de la que ahora no era sino una sombra
y un recuerdo. Los ojos se me anegaron en lágrimas. La lluvia había cesado un
momento, y vi jugar a los peces en el agua, tal como habían jugado unas horas antes,
cuando los viera Elizabeth. Nada hay tan doloroso para la mente humana como un
cambio grande y repentino. Que brillara el sol o el cielo se cubriera de nubes: nada
sería para mí como antes. Un demonio me había arrebatado la esperanza de felicidad
para siempre; ninguna criatura ha sido jamás tan desdichada, ya que tan espantoso
acontecimiento es único en la historia.
¿Para qué demorarme en los hechos que siguieron a esta última catástrofe? La
mía es una historia hecha de horrores; he llegado a su punto culminante, y lo que
ahora voy a contarle no puede sino resultar tedioso para usted. Sepa que, uno por uno,
el demonio me fue arrebatando a todos mis seres queridos. Me quedé solo. Pero mis
fuerzas están exhaustas y debo terminar, en pocas palabras, este espantoso relato.
Llegué a Ginebra. Mi padre y Ernest aún vivían, pero el primero no pudo soportar
la noticia que yo le llevaba. ¡Aún veo al excelente y venerable anciano! Sus ojos
vagaron ausentes, pues había perdido a la que había sido su alegría y su encanto, a
Elizabeth, su más que hija, a quien había mimado con todo el cariño del hombre que,
en el ocaso de la vida, y teniendo pocos afectos, se aferra más firmemente a los que le
quedan. ¡Maldito, maldito sea el demonio que precipitó la desdicha sobre sus cabellos
grises colmándole de sufrimientos! No pudo soportar los horrores que se acumulaban
a su alrededor; los resortes de la existencia no tardaron en ceder; fue incapaz de
levantarse de la cama, y a los pocos días murió en mis brazos.
¿Qué fue entonces de mí? No lo sé; perdí la sensibilidad, y las cadenas y la
oscuridad eran lo único de lo que tenía conciencia. A veces soñaba que caminaba por
prados floridos y valles agradables con los amigos de mi juventud; pero al despertar
ebookelo.com - Página 187