Page 183 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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donde  me  era  posible,  la  ansiedad  que  me  devoraba,  y  tomé  parte,  con  aparente
           seriedad, en los planes de mi padre, aunque quizá solo iban a servir de telón de fondo
           en  mi  tragedia.  Merced  a  los  esfuerzos  de  mi  padre,  el  gobierno  austriaco  había
           devuelto a Elizabeth parte de su herencia. Le correspondía una pequeña posesión a

           orillas del Como. Acordamos que, inmediatamente después de nuestra boda, iríamos
           a Villa Lavenza a pasar nuestros primeros días de felicidad, junto al hermoso lago, en
           cuya orilla se encontraba.
               Entretanto, adopte todas las precauciones para defender mi persona, en caso de

           que  el  demonio  me  atacase  abiertamente.  Llevaba  siempre  pistolas  y  una  daga,  y
           andaba  alerta,  a  fin  de  prevenir  cualquier  sorpresa,  logrando  por  este  medio  una
           mayor tranquilidad. Por otra parte, la amenaza iba pareciendo un desvarío indigno de
           turbarme,  mientras  que  la  felicidad  que  esperaba  de  mi  matrimonio  adquiría  más

           aspecto de certidumbre a medida que se aproximaba el momento de su celebración, y
           oía hablar de ella como un acontecimiento que ningún accidente podía impedir.
               Elizabeth parecía feliz; mi actitud serena contribuía en gran medida a tranquilizar
           su espíritu. Pero el día en que se debían cumplir mis deseos y mi destino estuvo triste,

           y  embargada  por  un  mal  presentimiento;  quizá  pensaba  también  en  el  espantoso
           secreto que yo había prometido revelarle al día siguiente. Mi padre, entretanto, no
           cabía en sí de alegría, y con el ajetreo de los preparativos atribuyó la tristeza de su
           sobrina a una timidez de novia.

               Tras la celebración de la ceremonia se reunió una gran concurrencia en casa de mi
           padre; pero se acordó que Elizabeth y yo emprendiéramos nuestro viaje por el lago;
           dormiríamos en Evian y continuaríamos a la mañana siguiente. El día era radiante y
           el viento favorable: todo sonreía a nuestro viaje nupcial.

               Aquellos  fueron  los  últimos  momentos  de  mi  vida  en  que  gocé  de  felicidad.
           Navegábamos bastante deprisa; el sol abrasaba, pero nos protegíamos de sus rayos
           con una especie de toldo, mientras disfrutábamos de la belleza del escenario, unas

           veces a un lado del lago, donde veíamos el Mont Salêve, las agradables laderas de
           Montalègre, y a lo lejos, coronándolo todo, el hermoso Mont Blanc y el conjunto de
           montañas  nevadas  que  en  vano  intentaban  emularlo;  otras,  bordeando  la  orilla
           opuesta, contemplábamos el imponente Jura, que oponía su oscuro costado a quien
           ambicionara abandonar su país, y su barrera casi infranqueable al invasor que quisiera

           someterlo.
               Le cogí la mano a Elizabeth:
               —Estás triste, amor mío. ¡Ah! Si supieras lo que he sufrido y lo que puede que

           aún  tenga  que  sufrir,  procurarías  hacerme  saborear  la  serenidad  y  la  ausencia  de
           desesperación que me concede al menos este día.
               —Sé feliz, mi querido Victor —contestó Elizabeth—; espero que no haya nada
           que te aflija, y ten la seguridad de que si mi rostro no refleja una animada alegría, mi
           corazón está gozoso. Algo me dice que no confíe demasiado en el futuro que se abre

           ante  nosotros,  pero  no  escucharé  esos  susurros  siniestros.  Observa  lo  deprisa  que



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