Page 178 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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Capítulo XXII
Al fin llegamos a puerto. Desembarcamos y continuamos por tierra hasta París. No
tardé en comprobar que había exigido demasiado a mis fuerzas y que debía descansar
antes de proseguir el viaje. Los cuidados y atenciones de mi padre eran incansables;
pero ignoraba el origen de mis sufrimientos y recurría a métodos equivocados para
aliviar lo que no tenía cura. Quería que buscase distracción en la vida de sociedad. Yo
detestaba los rostros de los hombres. ¡Oh, no los detestaba! Eran mis hermanos, mis
semejantes, e incluso el más repulsivo me atraía, ya que todos eran criaturas de
angélica naturaleza y celestial mecanismo. Pero me daba cuenta de que no tenía
derecho a compartir su trato. Yo había desencadenado entre ellos a un enemigo que
gozaba derramando la sangre de todos ellos y se embriagaba con sus gemidos. ¡Cómo
me odiarían todos y me arrojarían del mundo si conociesen las acciones abominables
y los crímenes que yo había generado!
Al fin cedió mi padre a mi deseo de evitar la sociedad y trató de disipar mi
desesperación con diversos argumentos. A veces, creía que me había afectado la
profunda degradación de tener que responder a una acusación de asesinato y se
esforzaba en demostrarme la futilidad de mi orgullo.
—¡Ay, padre —dije—, qué poco me conoces! Los seres humanos, sus
sentimientos y pasiones se degradarían efectivamente si un desdichado como yo
tuviese orgullo. Justine, la pobre y desventurada Justine, era tan inocente como yo, y
sufrió la misma acusación; murió por ese motivo; pero el causante de su muerte fui
yo… yo la maté. William, Justine y Henry… los tres han muerto por mi mano.
Mi padre me había oído a menudo en la prisión hacer estas mismas afirmaciones;
cuando me acusaba de este modo, unas veces parecía desear una explicación, y otras
creía que era efecto del delirio, y que durante mi enfermedad se me había fijado en la
imaginación alguna idea, cuyo recuerdo impedía mi convalecencia. Yo evitaba dar
explicaciones y mantenía un silencio obstinado en torno a su desdichada causa.
Estaba convencido de que me tomarían por loco, y esto bastaba para encadenarme la
lengua para siempre. Pero, además, no lograba decidirme a revelar un secreto que
llenaría de consternación a quien lo escuchase, y haría que el miedo y el horror
sobrenatural se adueñasen de su pecho. Así que reprimí la acuciante sed de
compasión que sentía y guarde silencio cuando habría dado un mundo por confiar a
alguien el secreto fatal. Sin embargo, me brotaban incontrolablemente expresiones
como las que acabo de referir. No podía dar explicación alguna, pero la sinceridad de
mis exclamaciones aliviaba parcialmente el peso de mi misteriosa congoja.
En esta ocasión dijo mi padre con muestras de asombro:
—Mi queridísimo Victor, ¿qué desvarío es ese? Hijo, te pido que no vuelvas a
hacer nunca más semejante afirmación.
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